Gabriel Michel Padilla
La Nación Mexicana está en deuda no sólo con un místico de la fe de nombre fray Alonso Ponce de León, sino también con el humanista valiente y sacrificado, alimentado de las enseñanzas y la mística del pobrecillo de Asís y también iluminado por las luces brillantes del humanismo renacentista que España adoptó como parte de sus valores culturales bajo el empeñoso impulso del cardenal Cisneros.
Al cumplir, el noble franciscano con su encomienda de visitar 182 monasterios de la Nueva España, fray Antonio de Ciudad Real, su secretario, nos regaló con su crónica viva y llena de relatos cargados de noticias acerca de los pueblos visitados, la gloriosa epopeya de su viaje.
Su escabrosa jornada, inicia cuando fue electo en la España Peninsular, Comisario de Nueva España de la orden franciscana y viajó a Sevilla, sobre el Guadalquivir y luego pasó a San Lúcar de Barrameda, su desembocadura, punto desde donde zarpaban desde bastantes años antes, galeones con rumbo a las Indias Occidentales, es decir al Nuevo Mundo y así llegó a San Juan de Ulúa en septiembre de 1584, y su proeza termina cinco años después, en junio de 1589, fecha de su retorno a España, después de una visita llena de penosas pruebas y sinsabores donde “la envidia de Satanás”, según opinión de algunos de sus detractores, como el provincial del convento de San Francisco, de la ciudad de México, “acabó con la paz, el amor y la caridad” Así lo expresaron sus enemigos en una carta al rey.
Las pasiones que entre sus compañeros provocó su visita, lograron que sus detractores y adversarios, consiguieran del virrey, una orden para que se alejara de la ciudad de México. De la Audiencia Real, lograron que se le ordenara revocar decisiones que contenían algunas patentes que había recibido de España.
Mientras eso pasaba, su ánimo inquebrantable lo impulsa para dirigirse a Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, donde uno de sus destinos concretamente fue la ciudad de Granada, cerca ya de los límites de Costa Rica. En su retorno a Guatemala, después de estar en el convento del Viejo, se embarcó en unas canoas en la Mar del Sur a visitar unas islas de la provincia de Guatemala. Allí se nos describen los volcanes de la misma geografía de América Central.
Después de su estancia en Centroamérica, decide retornar a Michoacán, pero antes, visita los obispados de Chiapas y Oaxaca. Se nos narra en un incidente (capítulo 134) cómo el alcaide de la prisión de San Juan de Alúa embarcó por la fuerza al padre Comisario para España y con él a su secretario. En su trayecto hacia La Habana tocó Campeche y Yucatán. En ese relato se dice que en México y en Puebla, se publica una patente falsa que los incrimina. También no está por demás decir que en su trayecto a Cuba, escapó milagrosamente de la muerte. En el capítulo 139 se no narra lo que pasó en el “pueblo y puerto de La Habana” y cómo el maestre de la barca quiso tornar a embarcar al padre Comisario general. De ahí envía una comisión a México para levantar la excomunión.
Esto es solamente una probadita de la trabajosa vida que le tocó llevar en estas tierras donde enfrentó toda clase de escarnios y burlas de las que solamente la lectura completa del texto que se compone de 180 capítulos nos puede ilustrar con más profundidad. En el último capítulo, se narra cómo después de cesar una tormenta que se desató sobre la nao en que retornaba a España, finalmente se amainó y pudo el reverendo fraile en su tierra natal, reflexionar sobre su ardua labor.
Pero la obra del cronista, fray Antonio de Ciudad Real, su compañero de viaje en casi todo su peregrinar, no sólo nos ilustra sobre al tema de la estructura religiosa y política de Nueva España, cuya aportación es de vital importancia para darnos una idea de cómo se manifestaban en Nueva España las pasiones de las partes involucradas, el testimonio auténtico de muchos personajes, entre quienes sin duda se encuentra el protagonista de nuestra obra.