La cococha (cuento) / II

LA COCOCHA (un cuento largo en diez historias menudas)

[Este relato contiene diez historias amorosas. Se irá publicando cada una de ellas por orden de aparición del relator. Pueden leerse de manera independiente]

Mel Toro

2.- Segunda historia:

Toma su turno Román. Se recarga en lo grueso de un tronco, prende un cigarro. Platica la historia de una boda en san José de los Guajes, cerca de Juchitlán. Dice que unos parientes de su mujer lo invitaron, porque se iban a casar dos muchachos recién venidos del norte. El no se iba a perder el casorio por nada, porque las bodas de rancho son muy vastas y ésta no fue la excepción.

_ Disculpen – pinta – que no les detalle el cazuelalal de comida que hubo, porque perdería la lista de tanta comida que nos dieron. Y la bebida. Damajuanas, alteros de garrafones, un botellalal de la chingada de mezcal y buenos vinos. Y cerveza a morir también, como que era boda de indio.

Pero lo mejor de la fiesta, lo más vistoso – dice -, fueron los chiquihuites de pitayas que vimos puestos en cada mesa al puro llegón. Ya ven que en Juchitlán presumen de tener la organera más fina de todo este rumbo. Pos’ sí que se lucieron. En cada mesa había una petaca de pitayas de todos colores y sabores. Unas de color mamey eran lo más sabroso que he comido. Blancas, rojas, verdosas… de todas. A media tarde, no nomás la raza, todos traíamos pintados los labios, la boca embijada del color de las pitayas, como si fuéramos payasos. Sobraron que fue un contento, porque para que ajuste tiene que sobrar. Pero bueno, ahí les va la historia triste.

Ni siquiera se había hecho tarde, ni siquiera empezaba a pardear, cuando interrumpieron el baile para avisar que la pareja se iba de luna de miel. Todo mundo los despedía con la mano. Les dimos su abrazo y les hicimos valla hasta el carro. No crean, el vale trajo un carrazo del norte. Las turbinas le sonaban recio. El padrino, que anduvo haciéndola de chofer, desde que estuvimos en misa, ya lo había presumido. Cuando llegó la hora de despedirse ya no hubo chofer. El vale se sentó al volante y subió a la novia junto a él. Se fueron, antes de oscurecer, mucho antes.

La fiesta siguió. San José ha de estar a unos diez kilómetros de distancia de la carretera, cuando mucho, porque no tardaron en venir a avisar del accidente. Yo no entiendo cómo pudo ser éste o por qué se distrajo el novio. No es transitada la carretera, menos la brecha. Hay buena visibilidad. El vale subió a madres al asfalto, pero venía una camioneta también a todo lo que daba y se los llevó de corbata. Ahí quedó la pareja. El de la camioneta maniobró y buscó la forma de no volcarse. Les pegó y los hizo maromear. Dijo que no creyó que el carro se fuera a aventar a subirse. Lo vio venir, pero pensó que se iba a frenar. Cuando miró que no se detenía ya fue tarde, él tampoco pudo evitar pegarle. Y lo chocó.

Yo fui a ayudarles a levantar los cuerpos. Me puse al servicio de los familiares, porque los noté muy abatidos. Ya los tenían tendidos, a un lado de la carretera cuando llegamos nosotros. Estaban uno al lado del otro, como habían estado en el templo. Él de pingüinito y ella de azahares, toda blanca y bonita. Pero no se gozaron. Decían en la fiesta que la culpa de todo la tuvo la maquinona que había traído el vale del norte. A él le encantaba correr y ese carro le daba mucha confianza. Fue su último arrancón. Ni modo. Los enterraron. Aunque nosotros ya no nos quedamos al sepelio. Agarramos nuestros chiquihuites de pitayas, los que nos habían tocado, y nos devolvimos al rancho.

_ ¡Cómo no te quedaste también al velorio y al sepelio, boquelo! También ahí dan mucho café y canelas y cena. Y de comer dan menudo y te forrajean. Te hubiera costeado más. Lo de las pitayas fue poquito, era nomás aperitivo.

_ Cállate, Moisito menso. Mejor cuenta tu historia tú y no te metas con mi cucu – responde Román a Moisito, quien llega hasta él con una taza de café humeante, pero con el estoque por delante. Se abre una pausa mientras agregan alcohol a la bebida.

[Continuará…]

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