La cococha (cuento) / VII

LA COCOCHA (un cuento largo en diez historias menudas)

[Este relato contiene diez historias amorosas. Se irá publicando cada una de ellas por orden de aparición del relator. Pueden leerse de manera independiente]

Mel Toro

7.- Séptima historia:

Medio desatinado por la diversión de Lucas, Carlos pide al Chino que recoja la estafeta, no sin precaverlo.

_ “A ver si no nos sales tú con otro domingo siete”.

En la andanza aparece por los pesebres Rafael, hermano de Chacamota, al que estaban esperando para arrancar. Lucen ya resplandores de aurora. Lo enteran del torneo y lo dejan apuntado. Callan todos, para escuchar al Chino.

_ “Contraesquina de la cantina de la Paleta – empieza el Chino su intervención -, vivía Florentina. Crió buena manada de hijos y muchachas, que, por cierto, ya se le casaron todos. Los dejaron solos, a ella y a Antonino, su viejo. Otra vez los dos, como recién casados. Se quisieron mucho siempre. O al menos eso se veía. Andaban por la calle juntitos y abrazados, como novios. Les tenían envidia de la buena, porque los matrimonios pronto se separan y cada chango anda en su mecate. Con la llegada de los hijos, la mamá va cargando pañaleras y muchachos chillones, mientras el papá camina adelante de todos, sin reparar en la chinga que se lleva la madre.

Antonino y Florentina no fueron así. De novios salían juntos como todo mundo. Se casaron y siguieron pegaditos. Ya con el chilpayaterío, seguían apareciendo juntitos y acaramelados, como que no les disminuía la llama del cariño. Parecían dos tortolitos. Desde lejos los reconocían por su afecto. Sus muchachos crecieron. Ya grandes los llevaban a la plaza, a dar vueltas al jardín, y ellos, de la mano. No sintieron soledad cuando se les casó la familia. Siguieron siendo la pareja bonita, cariñosa, la mejor vista del pueblo. Se quedaron solos para cultivar mejor su cariño mutuo.

Con la que no contaban fue con la huesuda. Vino y puso fin al idilio. Se llevó a Florentina sin dejarla siquiera guardar cama. Un día se cayó la señora, se quebró la pelvis como le pasa a tanto viejo y pasó cuidados. De esa dolencia se fue, pronto. A la semana la estaban sepultando. Vinieron los hijos que andaban en el otro lado. Se juntó mucha gente en el velorio, porque los quería bien el barrio, todo el pueblo. No les pasó lo que a otros dolientes que tienen velorio desairado, desolado, sin compañía de vecinos que se conduelan y los compadezcan. No. La noche del velorio de Florentina rebosó la calle de gente. Bien ganado lo tenía.

El barrio se desveló por la familia. Hubo canela y café en vastedad. Trajeron olladas de comida para el convite. La mañana agarró a todo mundo sin haber pegado pestañas ni un rato. No durmieron ni Antonino, ni sus hijos, ni los vecinos. En cuanto empezó a bajar el sol, partió el cortejo a misa. Del templo enfiló hacia el panteón. Como siempre pasa, las casas se quedan solas porque todo mundo acude a darle el último adiós al finado. Antonino se excusó de ir a despedir a su difuntita. Dijo a los muchachos que se sentía agotado del desvelo y que tanteaba no resistir el espectáculo de ver a su mujer de tantos años, a la compañera de toda su vida, caer en la fosa para ya no aparecer más. Prefería mantenerla guardada en su corazón el tiempo que le quedara. Eso les dijo. Y ellos, que le ofrecían llevarlo hasta en carro, aceptaron que rumiara a solas su dolor.

Alegó cierto malestar, sentirse cansado, no tener ánimos para soportar el trance, un ligero dolor que ya se le pasaría. Muletillas que, para los hijos, no eran necesarias de oír. Bien que lo comprendían.

_ “Acuéstate, papá, le dijo la más chica, y descansa. Si quieres, me quedo a acompañarte”

_ “Vayan ustedes, fue su respuesta, yo aquí aguardo su regreso”.

El cortejo partió, sepultaron a doña Florentina, le lloraron y, en el cementerio, cruzaron abrazos de condolencia y pésame. Todo mundo apretó su dolor contra el pecho del más cercano. Regresaron lentos al pueblo. Se internaron en sus callejas, rumiando dolor.

Ya a la hora del banquete fúnebre, concluidas las exequias de la madre, en torno a la mesa familiar discutieron los hijos el futuro de su progenitor Antonino. Ni modo de dejarlo solo en la casona paterna, aunque él era el padre. La pequeña fue a abrir la puerta del cuarto donde lo había dejado dormido. Pensó ofrecerle café o chocolate calientito, pues empezaba a sentirse el frío. Pensaba obsequiarlo, agasajarlo, para matarle la soledad. Pero lo halló envuelto hasta las orejas, con los ojos cerrados y sin hacer movimiento alguno. Entornó de nuevo la puerta y salió, dejándolo descansar. Se integró a la discusión de los hermanos.

_ Yo no – oyó decir al más grande -. En la casa no cabe. No tengo ningún cuarto desocupado.

_ En la mía tampoco – decía el segundo -. Además él no se la lleva bien con mi mujer. Tenerlo ahí es llevarlo a pelear todos los días.

_ Pues yo tengo muchos chiquillos – decía una de las hijas -. Todo el día gritan, todo el día tienen prendida la tele. Y dormir entre ellos lo volvería loco. Conmigo tampoco cabe.

_ Llévatelo tú – decía una -.

_ No, tú, respondía el otro.

Y, al alimón, se negaban todos a tomarlo bajo su cuidado.  Antonino no dormía. Estaba despierto. Escuchó completa la discusión de sus hijos. Los conocía desde el vientre de su madre, la compañera desaparecida. Tal vez esperaba el rechazo, tal vez no. Nunca se sabrá. Cerró con fuerza los ojos, invocó a la divinidad cósmica que le tronchara el hilo y lo consiguió. En ese rato mismo dejó de existir.

Los hijos seguían enfrascados en su negativa. Pero no hubo necesidad de movimientos. Antonino estaba frío, yerto. Se les murió. Quedó sobre la misma cama de la mujer con la que había compartido más de cincuenta años de grata compañía; en la misma cama donde habían engendrado su decena de hijos; sobre la misma cama que conoció sus momentos más íntimos y sus quejas más sentidas. No pudo conciliar tanto afecto derramado y vivido con la madre de los ingratos a los que escuchaba en concilio la forma de deshacerse de él. Les facilitó la tarea. Cuando quisieron despertarlo, ya no movió ni una pestaña. También a él lo sepultaron, al día siguiente, en el mismo túmulo donde acababan de inhumar a Florentina, su eterna novia recién amortajada.

[Continuará…]