LA COCOCHA (un cuento largo en diez historias menudas)
[Este relato contiene diez historias amorosas. Se irá publicando cada una de ellas por orden de aparición del relator. Pueden leerse de manera independiente]
Mel Toro
8.- Octava historia:
A diferencia de Moy chico, Pepe su hermano es taciturno y serio. Carlos no tiene que obligarlo a referir su historia triste, pero casi. Normalmente no fuma, pero lo duro del frío mañanero y el sabor amargo de un café al que no endulza, más cierta nerviosidad por tener que sostener una charla larga, él que hasta tartamudea cuando habla, todo eso junto le hace pedir a Rafa un tabaco. Lo prende con calma. Jala y exhala dos amplias bocanadas y se dispone a relatar su historia triste.
_ Yo – arranca – creo que ya conocen ustedes lo que les voy a contar. Pero como estamos haciendo tiempo para que amanezca bien y ya poder treparnos al cerro, lo voy a relatar. Espero que no me salga sello, como lo que acabamos de oirle a Lucas. Eso espero.
_ Lánzate nomás, sin miedo – le retoba Carlos -. Te escuchamos.
_ Un día le pregunté a un abogado del pueblo cómo se le llama a los asesinatos entre hermanos. No se me olvidó la palabrita. Me dijo que son fratricidios. Nunca había oído mentar tal palabra. Pues ahí les va.
Resulta que en la familia de los Cohetones, que les debe ser tan bien conocida a ustedes como a mí, de los varios hermanos, todos albañiles como su papá, uno de ellos se fue al norte. Tal vez sintió que aquí no la hacía. Algo raro, porque a todos ellos les va bien en el oficio y siempre los tiene ocupados la gente. Pero él se fue. No me acuerdo bien de su nombre, pero creo que no importa tanto.
Allá con los gringos duró varios años. Lo triste es que cuando volvió no traía ni segundos trapos. O sea que le fue igual de mal a como le iba aquí. Mejor ni se hubiera ido. Ya ven que eso les pasa a muchos, lo que no es novedad. Pero en la casa de sus papás no hubo bronca, porque el espacio es grande y tuvo cabida de nuevo. Son nuestros usos.
Dicen las malas lenguas que a uno de sus hermanos, el que estaba baldado, fue al único que no le pareció bien no tanto su regreso, sino que se estacionara de nuevo en la casa común. Lo que ocurre es que el baldado en la ausencia del otro se había casado y se llevó a vivir a la muchacha a la casa de los papás. Ahí vivía pues con su mujer. La llegada de su hermano los vino a apretar de más. Es lo que se dijo.
Pero también han soltado las malas lenguas que ya desde antes tenían dificultades y conflictos entre ellos por cosas de la herencia. Que ya habían tenido jaloneos desde antes. Y, con el regreso del hijo pródigo, se revivieron las heridas entre ellos. Es probable que así fuera. Pero, como quiera, hicieron lo que las calabazas en las carretas, al zangoloteo se fueron acomodando y donde caben dos, caben tres.
Una mañanita fresca, como ésta, el baldado se levantó y se arregló con sus bastimentos y herramientas para irse al jale. Tenía que chambear, como todos los días. No podía quedarse jetón en la cama o no comían. Se levantó, arregló sus cosas y se fue al trabajo. Ya iba a medio camino de la obra, en donde se iba a ocupar este día, cuando se dio cuenta de que se le había olvidado la botija del agua.
No iba tan retrasado. Calculó el tiempo que le quitaría devolverse a recoger la botija y aún a llenarla, si es que estuvera vacía, y vio que sí le ajustaba el tiempo. Así que dio vuelta. Con lo que no contaba fue con que no se oía ruido alguno en la casa. Su hermano ocupaba uno de los cuartos de la casa y su mujer se había quedado ya despierta en su alcoba.
Sorprendido por el silencio, antes de ir a buscar la botija, se dirigió al cuarto de su mujer. No la halló. Entonces tuvo la mala espina de revisar el cuarto de su hermano. Y ¿qué creen? Ahí los halló acurrucaditos a los dos, a su vieja y a su hermano, como dios los echó al mundo. No había necesidad de ninguna explicación.
Lo triste, para el caso, es que llevaba la cazanga en la mano. Ni se la pensó. Se arrojó contra su hermano y ahí lo abatió a machetazos. Algo ensayó a defenderse el ahora occiso. Pero el baldado estaba fuera de sí y su víctima no alcanzó a reaccionar en positivo para evitar que los sablazos lo hirieran e inmovilizaran. De las heridas que le provocó la furia de su hermano le vino la muerte.
La que no se acalambró ni con la ira de su esposo, ni con el cuadro de terror que ahí se formó, fue la esposa. Al mero paso agarró unas garras de la cama y, así casi desnuda como estaba, salió corriendo de la escena. Ya tendría tiempo de ensartarse ropa y calzarse algunos guarachitos, si es que encontraba unos a la mano. Salió de la casa, huyó despavorida y, que se sepa, jamás se le ha vuelto a ver por estos rumbos. Es todo lo que les puedo platicar. No sé más.
[Continuará…]