La Cococha (Un cuento largo en diez historias menudas)

[Este relato contiene diez historias amorosas. Se irá publicando cada una de ellas por orden de aparición del relator. Pueden leerse de manera independiente]

Mel Toro

9.- Novena historia:

Enterado Rafa, el hermano de Chaca, de que el boleto para apuntarse al paseo al cerro es la narración de una historia de amor que remate en tragedia, se apresta a contar la triste suerte de una vecina suya, Livier Zamora, que murió de mala manera cuando él aún era un chiquillo, pero cuadro que le tocó vivir de cerca.

_ En el barrio del Pocito Santo – empieza su relación –, había una señora de nombre Belén, que vivía con un hombre llamado Manuel. Ya era grande éste, como de cuarenta años. Belén tenía varios hijos. Ninguno era de Manuel. Se juntaron a vivir porque ambos le hallaron traza a darse la mano. La señora metió respeto a su casa con Manuel y éste dejó de vivir al garete, como viven los hombres solos.

El diablo siempre ha de meter su cola donde menos se le espera. Tenía Belén una hija muy bonita, Livier, niñita, tierna, apenas quinceañera. Con el paso de los días se fue olvidando lo del arrejunte de los viejos. Mas a Manuel le entraron serias calenturas y terminó afiebrando con ellas a la pobre de Livier. Se la terminó robando. No será el primer caso de intemperancia. Lo malo fue que Manuel, más pobre que una rata, no se fue a vivir con su nuevo tesorito a otra parte, a otro pueblo. Bueno, ni siquiera se cambió a un barrio más apartado. Se quedó en el mismo, donde vivía desde antes con la mamá de Livier, a una cuadra escasa.

Lo normal fue que nadie en el barrio viera con buenos ojos esta jugada. Nunca se entendió bien si se condenaba más a Manuel por sus atrevimientos y su desfachatez, o a la pobre de Livier, que seguía con él a pesar de verse él ya viejo junto a ella, con el agravante de que había sido amasio de su madre. Lo más cruel es que todo mundo echaba de ver, sin escarbarle mucho a la costra, que la muchacha no lo quería. Seguía con él por haber cometido el error de juirse con él, pero nada más.

Pasaban los días y parecía que toda esta sanfrancia se volvería normal. Manuel depositó a la chiquilla en uno de los cuartos de Pancho Lepe, el relojero. Ahí pasó la chica un tiempo. Pero en lugar de que la niña volviera a su casa, con su madre, como convenía, consiguió Manuel una casita, a la vuelta, por la calle que va al cerro. Se volvieron a juntar. Una pareja muy dispareja, pero no había ya más nada qué hacer.

Para los vecinos, la indisposición de Livier se iba haciendo cada vez más visible. Chiquilla como era, abrió en más de una ocasión el pico y soltó sopa. Por eso se fue enterando bien la gente de lo tirante de la voluntad de la muchacha para con su macho viejo. Como que esto era de esperarse. Lo que nadie había sabido hasta antes de estos vericuetos es que el tal Manuel picaba a celoso. Y con una muchachita tan agraciada como Livier, ¿cómo no iba a crecer la fronda de los celos? La cosa se puso mal.

Así estaba educada ella, aunque todo mundo supiera que no estaba contenta con su macho. Se contaba que andaba contenta porque Manuel había accedido ya a que se fuera de su lado. Como sabía bien él que ella no lo quería, ella le había rogado que la dejara irse lejos, hasta Tijuana, con unos parientes. Ya estaban de acuerdo. Hasta había hecho su maletita, porque se iba a ir en el primer camión que sale a Guadalajara, a las siete de la mañana. Allá transbordaría hasta su lejano destino.

A las puras siete de esa mañana convenida arrancó el camión. Pero Livier no llegó nunca a la terminal. Belén, su mamá, había acudido a despedirla. Al ver que no apareció fue a buscarla a su casa. Pensó que la muchacha se habría quedado dormida. Fue a levantarla y a traerla, aunque se fuera en otra unidad más tarde.

La lengua de la gente no tiene hueso. Con lo que se vivió más adelante, que fue terrorífico, salieron muchos cuentos raros, de los que antes nada se había oído decir. Se dijo, al calor de la ira o de la sorpresa de los hechos indignantes, que la chica le había narrado su incomodidad completita a la señora de la tienda de abarrotes de la esquina, donde se surtía. La señora le aconsejó que le diera cianuro. ‘Tan fácil que será deshacerte de él, si no lo quieres. Dale una yerba’. No pararon ahí los rumores. Decían que no sólo le dio el consejo sino la dosis y la fórmula para que cumpliera su mala tarea.

Lo viperino de las lenguas es de ida y vuelta. Soltaron no nada más lo de los consejos de la tendera a la muchacha, sino que la doña se propuso prevenir al Manuel de que se cuidara de la muchacha, porque estaba planeando enyerbarlo. ¿Cuál versión creer? ¿O le damos crédito a las dos?

Manuel era cliente asiduo de la misma tiendita. Todas las tardes se iba a echar su teporocha a la esquina. Ahí se estaba platicando con la dueña, hasta que se recogía entonado a su casa. La misma rutina observó la noche del crimen. Casi lleno de alcohol, se recogió a casa ya oscura la noche. Livier lo recibió con cariño fingido, como siempre. Pero no le recetó el cianuro, porque Manuel ya venía enyerbado desde la tienda. Iba decidido a despedazarla y así lo hizo.

Por eso en la mañanita, Livier ya no acudió a la terminal. Y cuando Belén, su madre, llegó, según ella a despertarla, sufrió un cruel desmayo y perdió hasta la conciencia. No era para menos. Encontró la vivienda tapiada a cal y canto. Estuvo tocando buen rato sin que nadie le abriera. Nadie respondía adentro. Su imaginación no corría tan rápido como la desgracia con la que se iban a topar sus ojos y los de los vecinos.

La ventanita del cuarto era de cuatro hojas, muy estrechas. Había que subir a un niño pequeño, ágil, para que alcanzara la de más arriba, que parecía entreabierta. Treparon a Juve, que andaba husmeando ya por ahí igual de curioso que muchos otros muchachos, aunque más grandecitos que él. Lo subieron entre varios y éste alcanzó, empujando, a abrir la hojita medio suelta. Luego saltó hacia adentro y quitó las trancas. Así pudieron vecinos adultos abrir bien a bien la ventana e introducirse en el domicilio, para ventilar el misterio de tanto silencio interior.

El cuadro era aterrador. Por las paredes había restos sanguinolentos pintados por las manos de la muchacha. En una esquina se encontraba un túmulo de sus huesos picados. Toda ella había sido cortada en pedacitos. Manuel la mató primero y la destazó luego. Tras esto se peló al cerro, que empezaba entonces al terminar la esquina de la cuadra. Estaba lleno de monte. Ahora ya lo ve uno más pelado, pero antes casi ni se podía caminar por él. Nadie se dio cuenta, a horas de la madrugada, que por ahí se había fugado. Ni quien lo siguiera. Se supo después que ésa había sido su ruta, porque luego lo hallaron al pie de una piedra bien muerto, picado de un coralillo. Pero en los momentos de la furia popular nadie acertó a dar una pista de su escondite. Y aquí la dejo.

[Continuará…]