La Habana en su medio milenio

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Filosofando

Criterios

 

Latinoamérica arde. Las turbulencias están a la orden del día. En las elecciones de Argentina, la apuesta neoliberal de Macri fue tundida en las urnas. En Uruguay lo mismo, aunque irán a una segunda vuelta. Lula, en Brasil, salió de prisión, enjaretado en ella para impedirle volver a la silla presidencial. De Bolivia, la noticia primera fue que Evo triunfó, sin necesidad de segunda vuelta. Pero, con la banderola de reclamos por un fraude no probado, la derecha racista de aquel país le asestó un golpe de Estado. Aquello es un polvorín. Evo Morales, el presidente depuesto, está exiliado con nosotros, en México. Aún no está dicha la última palabra en contra de esta asonada. Falta lo que diga la movilización popular que va creciendo.

En Chile estalló la insurrección popular. Obligó a los poderes formales a comprometerse a echar abajo la vieja constitución de Pinochet, impuesta a sangre y fuego. Promulgarán una nueva. En Ecuador y en los demás países simplemente no está el horno para bollos. Pero a veces impone hacer un alto, porque la memoria obliga a retrotraerse a sus reminiscencias importantes.

Hace quinientos años salió de Cuba don Hernando de Cortés y llegó a nuestras costas. Se internó en tierra firme y, de tal acontecimiento, arranca nuestra historia mexicana. Allá, en la Cuba donde Cortés residía, se estaba fundando una población que devino en la ciudad capital, la ciudad más importante del Caribe desde aquel momento. Es La Habana, que cumplió el día de ayer este quinto centenario o medio milenio, como se quiera entender.

Para rendirle un homenaje a esa bella ciudad, transcribo con gusto una página de las impresiones que me despertó en un paseo vespertino que di en ella y que plasmé en una página de mi última novela, La Chiquita. Aquí va.

Deambulamos sin rumbo definido. La calle luce desierta pues el calor ha empezado a apretar. Pero la claridad del día es radiante. La opacidad nubosa de la mañana ha cedido su lugar a un cielo despejado y azul. A la distancia se perfilan con alta nitidez los contrastes de las cosas. Yo contemplo el horizonte de casas bajas con delectación y me bebo el paisaje habanero con el hambre de un enamorado de Cuba. Siento mía la ciudad, como si hubiera nacido en ella. No me es familiar. No la transito todos los días, como hago con la perla tapatía, donde habito. No respira La Habana a mi paso, como siento que lo hacen las paredes y las baldosas de mi ciudad. Pero sí siento mis pasos resonar de empatía para con una tierra fraternal, hacia un pueblo que se encarama a mi alma y reclama que su identidad se empate con la mía. No capto la distancia, ni las fisuras que propala el imperio entre nosotros para mantenernos divididos, separados, alejados y hasta confrontados en ideales, en propósitos, en configuraciones vitales. Percibo, al contrario, una similitud vieja, fraternal, condescendiente. La siento voluptuosa, lasciva, lujuriosa, concupiscente, como sentí a la perla tapatía cuando me adoptó cariñosa al trasladarme de mi villorrio a los espacios de mis amores de hoy.

¡Ah! La Habana, su gente, sus puestos de granizado, sus cafés, sus mesas al aire libre, sus paladares, sus bares, sus casinos. La Habana y su vida manifiesta, su punzante vida extravertida, sus ruidos, su escaso tráfico automotriz citadino, sus flamboyanes en flor, sus contingentes de mujeres hermosas, sus largas filas tediosas en busca de vituallas, sus librerías de viejo, su calor, sus mercados embadurnados de frutas y de boruca inacabable, su intercambio interminable de falsos improperios, sus imprecaciones de falsos enamoramientos, sus ojos intensos clavados en la gente, y en la viniente, y luego el remanso, al calor en la fuente de sodas, su música, sus bailes.

¡Ah! La Habana, con la copa en la mano, la mirada vidriosa, la obnubilación de los licores y la ebriedad disimulada, conjunta a la de los aromas y a los ruidos fastuosos, que se encaminan a la noche, a la media noche, la perturbadora de los sentidos, la que hunde su volubilidad sensual en el torbellino libidinoso de sus paredes, de sus néctares, de sus cubiles escondidos y sus mulatas imperturbables, la vaporosa, la humectante, la bañada por las marejadas, la de la imperturbada brisa matinal, la golpeada por los huracanes, la siempre húmeda Habana. Habana, ciudad vieja, hermana latina que se despereza a la tarde y se dispone a abrigar entre sus muslos ardientes y melancólicos al visitante intruso, nórdico, latino, blanco o moreno, azul o valdemoro. Habana que vive, que exulta y muere, desbordante de vitalidad añosa o incipiente, Habana amada.

¡Ah! La Habana. Por fin, La Habana mía, la deseada, la ilusa, la confusa, la dueña del marisma, la volcada al malecón, la paseante, la tendida al mar en espera de los huracanes y de los malos presagios, la de las naos de intrusos, impulsora violenta de balseros, incubadora de remisos, de inconformes al gobierno, añorante de allende sus playas candorosas, estrujante, animosa, veleidosa, vanidosa, mujer del Caribe, muchacha plena, presta a secarse al sol para evaporarse hasta las alturas y derramarse luego copiosa en tórridos torrenciales de tormentas vespertinas, largas, prolongadas, las que azotan a mi patria, las que ahogan las playas mexicanas y las tejanas y las de la península florida de todos tus odios y todos tus desvelos. Por fin, golpean mi rostro bocanadas vitales de ruido, de cosas viejas, que me llegan del profundo vientre de esta amada ciudad.[1]

[1] Juan M. Negrete: La Chiquita, un viaje al corazón. Guadalajara,  Sría de Cultura, Gob de Jalisco, 2016, pp 535 – 537