La locura de tío Chente (cuento) / II
Mel Toro
Segunda parte:
Días después hubo ocasión de topar a mi tío de nuevo. Y luego más veces. Con los años, nuestros encuentros cogieron buena frecuencia, porque empezó a venir mucho al pueblo. Ya no era el mismo gordo, rubicundo y bien plantado. Cambió su estampa. Viró su imagen de la primera vez, con que me impresionó de recién llegado de la capital del país, bien rasurado y bien presentado. Ahora deambulaba desaliñado y borracho. Hasta caminaba haciendo eses. No a caerse, pero se le notaba lo borracho. Arrastraba la lengua. A cada rato esputaba, verde, macizo, raspando lo más que podía el galillo. Daba asco. Y hedía. Como que llevaba días sin bañarse.
_ Sobrino – me abordó en una de ésas -, ya me dijeron que eres listo, que estudiaste y que tienes muy buena memoria. Asóciate conmigo. Traigo unos bisnes chingones, para hacer rico a cualquiera. Pero no exactamente a cualquiera. Tú eres de mi sangre. A ti te los puedo confiar, si le entras conmigo. Y vamos a partido.
No le contesté. No acostumbro a lidiar con borrachos. Casi lo dejé hablando solo. Me resulta claro que con los borrachos se gasta inútilmente el tiempo. Mas en esos primeros encuentros con él, yo ignoraba todavía que mi tío no perdía la lucidez con sus borracheras. En realidad él vivía alcoholizado. Era buen madrugador. A las seis de la mañana ya andaba en pie, organizando su agenda. Su primera parada, después de encender su auto destartalado, al que hasta la pintura le sonaba, era ir a meterse a la cantina de la Güica, la cantina más vieja del pueblo. Ahí se hacía servir un buen jarro de café con alcohol y luego otro y otro, hasta bien alto el sol. Después del ritual de los cafés, ya con todo el estoque adentro, estaba listo para enfrentar sus operaciones.
A pesar de andar tambaleante pues, no perdía la lucidez, como me di cuenta más adelante. Manejaba una cafetera destartalada. Ni se fijaba en las esquinas si venía alguien. Pasaba como si fuera el único auto del pueblo. Pero llegaba a su destino, eso sí. Los costados de su tartana eran un inventario de las paredes, los postes y los árboles que se le iban atravesado por el camino. No había ocurrido todavía que se llevara entre las llantas a un cristiano. No porque los evitara, si ni veía. Manejaba lento, masticado, como sus palabras. No traía ninguna urgencia ni para andar, ni para platicar, ni para ninguna cosa. Se sentaba en cualquier punto y ahí se eternizaba. Si encontraba un perro echado, le daba vueltas, como liturgia. Tardaba en seguir su camino, porque nunca iba a ninguna parte.
Poco a poco, a pesar de la repugnancia que me generaba su reciente estampa, encontré en él cosas de admirar. De las conversaciones que sostenía en medio de su ebriedad, recordaba hasta el último detalle. Bueno, para los que una copita hasta lagunas mentales les provoca, resulta cosa de admirar. Y así me pasó a mí. En una de ésas le encontré culebreando, de acuerdo a su sana costumbre. Fue junto a la parcela de nosotros. Yo venía armado de una cazanga, pues había ido a machetear callejones, que se me habían enzacatado. Al verme, se echó a la sombra de la parota. Se tiró sobre un costado y reclinó la cabeza en una mano, haciendo cabecera con el ángulo del brazo. Y así se estuvo mucho rato, platicando. Me insistía en que me sentara y me señalaba una piedra de junto. Pero yo le repetía que iba de prisa. Hasta que me venció su lentitud y me aplasté en la roca, a oírlo. Algo tenía, como fuerza oculta, que hacía que frenara uno el paso y se obligaba a atenderlo.
_ ¿Pues qué andas haciendo, sobrino, con ese fierro en la mano? Te vas a cortar un brazo.
_ Vine a limpiar el camino de la parcela. Me ganó el zacatal.
_ No me la pegas. No quieres que te griten las viejas en tu casa, por eso te sales. Inventas quehaceres. ¿Para qué sirve eso que andas haciendo?
_ Mientras más limpio, mejor, tío – reclamé adusto.
_ Nada. Es trabajo echado al caño. – Le escuchaba yo sin urgencia alguna en su voz. Contagiaba su pachorra.
_ Limpia uno – me defendí – aunque sea para no mostrar lo cuachalote.
_ ¡Ah qué, mijo! No le creas a tu padre. Los padres no damos buenos consejos. Matarse trabajando… te lo ha de decir constantemente. ¡Como él no para!… Y ¿qué? ¿Detuvo la vejez con eso? Estamos igual de acabados los dos, igual de canosos y de perláticos. No les creas eso de que el trabajo dignifica, ni enriquece. Al contrario. El trabajo encallece, empobrece, embrutece y envejece…
_ ¿Quiere decir que usted nunca ha trabajado en lo duro?
_ ¡Cómo no! Pero pronto aprendí la diferencia entre trabajar y hacer trabajar. Y no a la gente, a las máquinas. Pero otro día te cuento eso. Mi padre, un día me puso dos parcelas como lo hace contigo el tuyo. Que dizque para enseñarme a hombre. Las rentó para mí. Me habilitó con semilla y con un tiro. Fue un año muy llovedor. Ya entrados los trabajos me presenté con él y le dije: “Apá, con la novedad de que a una de las parcelas ya me la ganó el zacate”. Se me quedó viendo con tristeza. Era dinero suyo. Apechugó. Y, sin excitarse, exclamó: “¡Ni modo!”. Hizo una pausa. Con cierto aire de resignación me preguntó por la otra. “Se la dejé yo” – contesté muy arrecho. Me perdió la fe. Por eso me dejó irme. Fui a dar a la capital. Ya te contaré, sobrino. Ahora dime – exclamó incorporándose rápidamente, como si hubieran desaparecido de un golpe sus humores de borrachera -, ¿le vas a entrar conmigo al bisnes o no?
[Continuará…]