La locura de tío Chente (cuento) / V

La locura de tío Chente (cuento) / V

Mel Toro

Quinta parte:

Le fluyeron las ganancias. Navegaba viento en popa. Conociendo el manejo en los rastros, sacó la mejor tajada. Prodigó mordidas a los inspectores para trasladar, a mínimas costas, los animales ñengos o enfermos que no pasaban el control de sanidad. Los sacrificaba por fuera para convertirlos en jabón. Reciclaba la harina obtenida de los huesos de estos animales para elaborar alimento para el ganado. Las grasas higiénicas, limpias, bien trabajadas, se iban a la crema, a los quesos, a las mantequillas y demás productos comestibles.

Al final, todos los desperdicios, toda la mugre y los sebos concluían en la elaboración del jabón. Cuando le pedí que me platicara minuciosamente el secreto de su negocio, muy al estilo de los remates de mi madre, concluyó, después de aclararme todo el proceso, como un sumo pontífice: “el negocio de la carne, sobrino –y te lo digo yo- es bueno, pero el de la manteca y el de los huesos es superior. Si en chicharrón y manteca, se invierte poco y se doblan las ganancias; en harina y jabón se doblan y se hacen arco”.

Una parte de mi duda quedó resuelta. La que tenía que ver con su costumbre de beber y beber y no caer tirado. Porque aunque no era bebedor compulsivo, sí cargaba la pachita como ritual cotidiano. Pero la cebolla de su personalidad estaba cubierta por demasiadas capas. Le busqué a entender en serio, la razón de andar chamagoso, que también le importaba un penetrante comino. Eso de andar forrado de andrajos y todo figuroso en su vestimenta, me resultaba otra máscara de su realidad envuelta en capas. Pero ¿qué ocultaba?

Tenía que haber en él otra careta interior, enterrada más en lo profundo, que me causaba seria desazón. Seguía sin caberme en la cabeza cómo siendo empresario exitoso andaba por acá, lejos de su centro de trabajo, revolviendo la animosidad del pueblo. Porque propalar que era dueño de los terrenos de nuestras casas, no le hacía gracia a ningún paisano. A él en cambio parecía divertirle la broma. Me invitaba a su bisnes e insistía en que me iría bien con él. Me tenía sumido en la perplejidad.

Daniel Arreola, el profeta del naturismo, le invitó a ir a Chile a entrevistarse con don Manuel Lezaeta Acharán. Tío Chente dejó su negocio en manos del cuñado y acompañó a Daniel a la aventura chilena. Tres meses duraron por allá. Daniel era pobre, por eso mi tío le financió el viaje. Había caído enfermo de tisis y los médicos lo desahuciaron. Vivía aislado en un cuarto del corral de la casa, que le prestaba a su hermana, Calistro Morales. Su hermana y los hijos de ésta le apartaban loza y comidas. Aunque eran familia, vivía de caridad con ellos. Estaba enfermo, apuntando a la muerte. Y se entretenía leyendo.

Un día, por sus lecturas raras, se enteró de las curaciones milagrosas del naturismo. Eso era en Chile. Como un perdido a todas va, le escribió a Lezaeta. Por carta, el generoso galeno austral le dio todas las recomendaciones que pudo y Daniel se levantó de su lecho de muerte. Nadie lo podía creer. Pero mi tío sí le creyó, porque a él le encantaba entusiasmarse con las maravillas para arrancarles los secretos. Es más, de él salió la idea de ir a Chile a visitar al taumaturgo. Le pagó el viaje a Daniel. Se embarcaron en Manzanillo hasta atracar en Santiago.

En Chile se empaparon los dos de la doctrina hipocrática de la curación de todos los males mediante un retorno a formas de vida anteriores al consumo de cadáveres. Y la prevención para evitar todo tipo de enfermedades, para tener una alta calidad de vida, basándola en el consumo de vegetales, granos, frutas y verduras exclusivamente. Tres meses duraron en el cono sur aprendiendo las fórmulas del naturismo. Y luego retornaron al país con un tesoro en las manos.

Ya en el pueblo entusiasmaron de la nobleza de esta actividad a unos veinticinco hombres maduros y constituyeron con ellos la sociedad naturista. Ahí baños de vapor, ahí baños de sol y de asientos, ahí comida frugal, ahí ayunos y vida sencilla, ahí cataplasmas de barro y compresas en el vientre y riñones, ahí frotaciones con toallas mojadas por todo el cuerpo, ahí diez mil maravillas naturales para combatirles cuerpo a cuerpo a las enfermedades el derecho a la salud. Y no se hicieron esperar, ante sus ojos, las curaciones milagrosas. Eso le encantaba a mi tío. No sólo las cosas y los animales eran manipulables, la vida misma lo era. Tenía el secreto al alcance de la mano. De esa manera, predijeron él y Daniel, se puede prolongar la existencia, y en buen estado, hasta los ciento cincuenta años.

El paisaje del pueblo se transformó con esta aparición. La sociedad de los hombres gordos, atiborrados de manteca interior, dejó paso a la de los individuos sanos, delgados, musculosos, fuertes. Pero lo más importante: Aparte de la higiene física de los cófrades del naturismo, apareció como por encanto la bonhomía de todos ellos. Dejaron a un lado la agresividad, la ira, la envidia. Muchos de ellos eran díscolos. Se tornaron apacibles, de trato. Otros eran impulsivos, acelerados, descontrolados, tensos. Ganaron calma, tranquilidad. Más que apacibles se tornaron impasibles. Empezaron a ver el mundo de otra forma. Fue una revolución en sus vidas. Mi tío se volvió más lento y pachorrudo de lo que ya era. Empezó a ayunar y a bañarse al vapor y a comer sólo frutas y verduras, en medio de un mundo de fritangas y sebos. Entró de lleno al naturismo y su salud mejoró. No era de mala constitución. Más bien se fortaleció. Sólo hubo un producto que nunca pudo alejar de su dieta, el sabroso alcohol de las canelas mañaneras.

No era él de los que se quedan con la información a medias. Buscó la razón de fondo de los dichos de Lezaeta y de Daniel. Se remitían éstos a un legendario médico griego, de nombre Hipócrates. Revisando y buscando en librerías de viejo en la capital; preguntando aquí y allá, hasta con gente de la universidad nacional, cual era su costumbre; llegó a la conclusión de que toda la teoría naturista provenía en realidad de la cultura griega general, que sostenía que el universo estaba compuesto de cuatro elementos fundamentales: el fuego, el aire, el agua y la tierra. Y que la correcta combinación de los cuatro era la clave de la salud. El exceso de cualquiera de ellos en el cuerpo provoca los malestares.

Luego, recuperar la salud consistía sólo en reestablecer el equilibrio térmico natural. Pero lo más maravilloso del asunto radicaba en el hecho de que no tenemos por qué jugarle al alquimista, o ponernos de rivales de la naturaleza. Basta con ingerir alimentos al natural, para que ella se encargue de restablecer el equilibrio perdido. “Busca, sobrino – me dijo -, si te interesa realmente informarte del naturismo, todo lo que exista sobre un filósofo pitagórico que se llamaba Alcmeón de Crotona. De él proviene esta sabiduría tan grande, tan vieja y tan despreciada”.