La maestra rural (cuento) / I

LA MAESTRA RURAL (cuento) / I

Mel Toro

Primera de cuatro partes:

Al caer la tarde, Tiburcio Florentino descansaba la vista oteando el horizonte. Acuclillado al filo de la sombra de su cabaña, tendía su mirada al valle. No se erguía hasta que el sol se había hundido y la luz se volvía opaca y se oscurecía el mundo. Con calma se alzaba de su atalaya vespertina y se dirigía a la mesita cuarraca de la cocina. Daba una media cena frugal. Luego se metía entre las cobijas para reponer las fuerzas y tener vigor de enfrentar el jornal del día siguiente. Habiendo heredado de su padre, muerto por un rayo, la parcelita ejidal, la tenía como su más preciado bien. Sin dinero, sin crédito, sin aperos, era apenas esperanza de bien.

Tardes de agobio. Se sentaba al pardear y tendía su mirada para contemplar la puesta del sol. Acuclillado, como ritual ancestral suyo al astro rey. Por cierta temporada, desde su escondrijo vital, la contemplación del ocaso no le era total. Carga más hacia el sur la puesta. El sol se le ocultaba mucho antes tras una parota inmensa de su parcela. Se le perdía entre su atalaya vespertina y el nidal noctámbulo de la fuente de la luz del día. Tiburcio no cambiaba de observatorio. El mismo lugar y la misma actitud contemplativa de todos los días, hasta que oscurecía. Meterse a la cocina, calentar unas tortillas duras, beberse una infusión de hierbas y tenderse en su banco de tapeistes, sacudiendo antes los petates para ahuyentar alimañas, era ritual cotidiano para entregarse al sueño.

A veces venía a acompañarle el pocero Ramón. Le hacía parla. Poco, si los dos eran parcos. Pero se acompañaban muchos atardeceres. Hasta que un día maduró entre ellos la plática de vender lotes para salir de pobre.

_ El pueblo ya se extendió hasta tus lienzos, vale. Todo mundo cruza tu parcela por todos lados. Ya no te dejaron lienzo sano. Por dondequiera hay portillos. Vende y te desentiendes de siembras y daños. Barato que des, te van a tapar la mano al momento. Hay mucha gente con necesidad.

_ En la comunidad no dan permiso de vender.

_ No les pidas autorización. Para cuando reaccionen, ya acabaste.

_ Capaz que me quitan…

_ Si se te quieren poner al brinco, les das una mordida y los aplacas. Y con lo que saques, acabas de hacer aquí tu buena casa, la bardeas. Te dejas de miserias. Yo te escarbo un buen pozo en el patio, para que veas. Haces tu huertita, y te dispones a pasar feliz los días que te quedan.

El consejo le sonó a música celestial. Cada año buscaba amigos que le refaccionaran la siembra para hacer frente al temporal. Ponía su maicito. Se entregaba con fe al trabajo. De todos modos, nunca salía de perico perro. Lo más de los temporales era irregular y no sacaba ni los gastos. Los piquitos terminaban ahorcándolo. Con Ramón calentó el ambiente y pronto los clientes hicieron vereda. Fraccionó. Las calles se asobronaron a sus viejos surcos. Cumpliendo su promesa, Ramón perforó la cisterna. A tres metros del suelo encontraron agua. Escarbó hasta que ya no le pudo agotar los veneros. Lo ademó y lo cercó con bonito brocal. Le amacizó la carrucha a los horcones. Tiburcio levantó la huerta y tornó su vieja casita en un vergel.

Tras perder a su madre, decidió no estar solo. Se casó con Chayo, jovencita pizpireta, llena del encanto de las muchachas veinteañeras. Chayo le dio un hijo, luego otro, arrebiatados, como se les vienen a los conejos. Los apuros de Tiburcio aumentaron de golpe. Pero ya tenía dinero por la venta de los lotes. Con entusiasmo derribó la cabañita, los viejos horcones, el techo de zacate, y construyó una casa en forma. Dejó para su servicio un solar amplio. Amasó barro en el fondo del corral. Secó ladrillos de adobe macizo para dos cuartos a filo de calle. Lolo, el ladrillero, le quemó teja para taparlos. Levantó con lo hecho un corredor y dos tejabanes, destinados a cocina y tiliches.

Tiburcio alegraba su vida. La fisonomía de su finca se transformó. En la huerta plantó naranjos, limoneros y ciruelos. Puso mangos, para la fruta fina, guanábanos y aguacates. Le sonreía la fortuna. Enladrilló el patio para muchos servicios y su parte frontera fue tapizada de jardineras, macetas con hierbabuena, oréganos, hojas de bruja, epazotes, estafiates, albahaca, azafrán, caña del indio, verdolagas. Al lado de las plantas medicinales florecieron también los crisantemos, las margaritas, las teresitas, el nomeolvides, el huele de noche, los crotos, las amapolas, los nardos, las gladiolas, los floripondios. Con la barda, se aisló de las molestias del vecindario. En las aguas se le formaba una charca grande en donde estuvo sacando el barro para los adobes y las tejas. Pero pronto brotó carrizo y se formó una impenetrable barrera. Tras ésta, perforó la fosa de los albañales.

Trabajaba sin descanso. Todo el día regaba la huerta. Por las tardes, a filo de la sombra, descansaba, acuclillado, mirando ponerse el sol. Cambió de observatorio. El cuarto de la cocina le tapó la vista. El brocal del pozo le sirvió de nueva posta, para extasiarse con la caída de la tarde. Siempre se le hallaba sentado por las tardes al filo de su noria. Descansaba del trajín del día, sin que nadie viniera a perturbarle sus fantasías y su ensimismamiento.

(Continuará…)

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