La maestra rural (cuento) / IV

Cuarta y última parte:

Al pie del patio, Ramón acomodaba unos ladrillos de ademe. Próximas las aguas, no quería que se le mojaran, tirados, desparramados en el suelo, como se los largaron los mozos. La trincha ya estaba alta. Se trepó para dejar bien acomodados los últimos. Dirigió la vista al huerto. Le deslumbró el espectáculo de la tersura de piel de la maestra, resaltada con los primeros nubarrones de oscuridad. Creía estar soñando. No se movió. No hizo ruido, para no espantarla y continuar con tan sacro espectáculo, digno de Peleo, cuando descubrió a la diosa Tetis, a quien desposaría con el acuerdo de todos los dioses del Olimpo y con la que engendraría al semidiós Aquiles.

Alrededor de la huerta, cuando el reparto de los lotes, quedaron asentados los mejores amigos de Tiburcio. Miguel se hizo de un lote al sur. Había bardeado la propiedad y construido unos cebaderos. Poco a poco agarró forma su cría de cerdos. Iba por las tardes a limpiar los chiqueros y a echarles de tragar maíz y garbanzo remojado. Colgaban, antes de las lluvias, las últimas roscas del guamúchil. Casi no le había llevado ninguna rosca a la familia. Concluyó de limpiar la zahúrda y cortó las últimas roscas. No las alcanzaba. Se trepó a la barda del fondo para chicolear mejor. Así descubrió a la diosa sensual, blanca ella, nacarada y de muslos encendidos. Lo extasió el descubrimiento. Como Ramón el pocero, tampoco Miguel hizo ruido, para no perder detalle de tan maravilloso espectáculo, que lo transportó de golpe a las estrellas.

Juve, el ordeñador, les echa a las vacas manojos de hoja seca para que ramonearan por la noche. Aprovisionó el almiar de hoja en un tapanco anejo a la parota, la que antes le tapaba el diario espectáculo vespertino a Tiburcio. Alcanzaba los últimos manojos mediante un ganchito. Al escasear el chapil, los manojos finales le quedaron al centro del tapanco. Se trepó al árbol por ellos. Cogido de las ramas de la parota, también él perdió los estribos al topar con la vista a la maestra, totalmente desnuda. No supo decidir si era más hermoso el sol, al ocultarse, que esta diosa rubicunda y nacarada, a la que no podían cubrir de su vista indiscreta las verdes hojas de colomos, puestas de barrera intencional. Cuantas tardes pudiera treparía el tapanco, pensó, para recrearse en la aparición de tan graciosa belleza.

Algo le decía a la maestra que su escondite ya no era seguro. Las flamígeras miradas de sus espectadores fortuitos; la morbosa tentación de sus pupilos, que la miraban de cuerpo entero como retrato edénico; algún atisbo intuitivo en las sonrisas pícaras de los vecinos. Por mero presentimiento, lo participó a su esposo, para no estar sola con la inquina.

_ Cuando termino de darme mi baño diario, en la poza, de atrás de los carrizos y las bardas, detecto sombras, murmullos leves. No se oyen ruidos claros. Pero asumo que por ahí anda alguien o algo.

Su hombre la inquirió a fondo. Tenía que capturar cuanto dato fino le proporcionara, para ayudarle a desentrañar el misterio. Mas la maestra vivía un sopor de vaguedades. Le informó de bultos, de ruidos indefinibles, hasta de sombras y espantos. Su propuesta era cambiar de domicilio, buscar otro lugar más seguro, donde no tuviera que lidiar con la aparición del ñaco. Para ella, era el ñaco el que la perseguía.

Ya infundida de temor, se rodeó de pupilos al caer la tarde y no se les separó, mientras realizaban el trajín del riego de las plantas y la elaboración de las primorosas costuras.  Los chicos le pidieron el cuento de la tarde. Ella les narró el de un aparecido por el brocal del pozo de la huerta. Niños y niñas estuvieron de acuerdo en que era el ánima de Tiburcio, que venía a buscar a alguien, a entrevistarse con algún vivo, para narrarle sus penas, para contar la verdadera historia de su muerte. No quiso saber más la maestra, ni sentía valor para encontrarse con el ánima de un desconocido. Pero la curiosidad femenina es poderosa. Comunicó a su marido el resultado de sus pesquisas con los niños y se estuvo atisbando desde la ventana de su cuarto toda la noche, por ver si el ánima de Tiburcio hacía aparición por algún lado.

Tiburcio y su alma nunca llegaron. Ella siguió montada en su macho. Tenía que ser el ñaco, el vivo demonio. Se le volvería a aparecer, ahora todo trajeado, vestido de charro. Lo delataría alguna seña, la cola, los cuernos, los ojos rojos, una pata de chivo, otra de gallo. En algo fallaría, por algo es ñaco. Los niños le insisten en que no es el diablo, sino el ánima de Tiburcio, porque la finca es nueva y es el único muerto que ha habido en esta casa. La maestra porfía. En caso de ser un ánima, no será la del tal Tiburcio. Por su barba ralita, por lo lampiño, por lo rasurado de su nuca, por su sofisticada elegancia, más bien será el ánima de su inspector michoacano, que no dejaría de perseguirla. Mas si no es ánima, va a ser el ñaco. Se lo juega, pesos a tostones.

Para tranquilizarla, su marido le buscó otra casa. Pero ella insiste en que es prevención inútil porque el ñaco siempre encuentra a quien decide perseguir. Ya no discute más si el aparecido del carrizal sea o no el ánima de Tiburcio, en busca de su huarache. Igual puede ser el bulto del inspector, vuelto demonio, si es que ya murió y anda penando, buscándola, porque no consiguió sus favores. Ella y sus chiquillos pueden seguir inventando el relleno de los bultos de los tales aparecidos con la estampa del ñaco. Su albañil trae otra cuerda. No tarda nada en mudarse de finca, pues para su olfato de macho puesto a prueba, los bultos y aparecidos que se arrastran, pardeando la tarde y ya entrada la noche por el carrizal y las bardas vecinas, son ordeñadores, porquerizos o poceros. Son los vecinos, que no pierden detalle a su monumento de mujer, la maestra rural recién avecindada, cuando se baña por las tardes, para amainar el calor de su cuerpo y darse al descanso de las fatigas del día.

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