La magdalena de Proust
Josefina Reyes Quintanar
El pasado 10 de julio se cumplieron 153 años del nacimiento de Marcel Proust. No ha existido vida más ridícula, insignificante e inútil que la suya. A sus nueve años empezó con problemas de salud debido a ataques asmáticos, a partir de lo cual casi todo le estuvo prohibido: los viajes, moverse, hacer travesuras e incluso estar en contacto con la naturaleza, ya que el fino polen era demasiado para su precaria salud. Para su buena suerte era hijo de padres millonarios, así que este tipo de rutina le permitió devorar libros por montones, de vez en cuando tuvo algunas salidas al mar, pero era tal el esfuerzo que terminó reprimiéndose en la ciudad de París.
Así pues, desperdició toda su juventud en fiestas, no existió evento social al cual no acudiera, codeándose con la aristocracia de la época se dedicó al snobismo y a conversar con algún conde o princesa de Saint Germain. Gracias a las tertulias y a su desocupada existencia, su percepción se hizo fina y su memoria magnífica. Rasgos y gestos humanos, el peinado de una mujer, los giros de una conversación, la puesta de una velada, todo se fue quedando en sus recuerdos para después plasmarlo a detalle en su obra, A la recherche du temps perdu.
Por ponerles un ejemplo, así fue como pudo crear la conversación a precisión del conde Norpois, en 150 páginas, sin perder detalle de las miradas, gestos, palabras y movimientos que sucedieron en alguna conversación. Cada que regresaba a casa, en lugar de dormir, escribía páginas y páginas de lo que había sucedido en la reunión, con ello logró almacenar las superficialidades de todo París en grandes carpetas.
Después de la muerte de su madre en 1903, Proust da un giro de 180 grados a su vida; su salud se agrava y decide encerrarse a escribir. Pasa los días enteros acostado en cama, afiebrado y respirando con dificultad. Sólo la visita de algún amigo o alguna corta salida le permiten seguir con sus anotaciones sobre la lujosa vida de los parisinos de la alta sociedad. Los años en que escribió su gran obra varían según la fuente, pero fue publicada entre el 1913 y 1927. De los 7 tomos, los 3 últimos salieron de manera póstuma; no olvidemos que Proust tuvo bastantes complicaciones para obtener un editor. (Debido a la vida que llevó, como escritor era un perfecto desconocido en su época) y la primera guerra mundial detuvo su publicación.
Además de lo extraordinario en la extensión que tiene esta novela de Proust, es de observar la mirada del narrador sobre el mundo que presenta; dejando de lado la parte aristocrática y opulenta, es más bien una crítica, revelando las rivalidades, violencia, y crueldad de las tensiones políticas y sociales de su tiempo. Temas como la primera guerra mundial, el affaire Dreyfus, el antisemitismo, la discriminación y la homosexualidad son parte de esta gran novela. Y de reflexiones sobre la identidad.
Proust creó una reconstrucción de su vida a través de una herramienta que él llamó “Memoria involuntaria”. Esto es capaz de devolvernos al pasado, tanto en su presencia material y sensible, como en la estricta invención en un sentido literario, para recomponer el recuerdo. (Creo que es la técnica de la cual nos valemos infinidad de aficionados a la escritura). De ahí el título que hace alusión a recuperar el tiempo. Una melodía, un sabor, un aroma, una sensación en la piel (la famosa magdalena de Proust)…
Aquello que parecía perdido para siempre en nuestro subconsciente, de pronto resurge y lo apreciamos y nos permite darle un nuevo sentido, incluso lo podemos vivir de una manera distinta a la memoria que quedó.
En nuestros días Proust es uno de esos clásicos de los que todo mundo habla y pocos le leen. Su obra es considerada como la novela más extensa que existe, y le sobran infinidad de prejuicios, como sus interminables frases y el ensimismamiento. Pero para todo aquel que busque ser un buen lector, nada vuelve a ser lo mismo después de saborear los siete tomos de En busca del tiempo perdido.