LA METÁFORA DE BORGES EN EL INMORTAL

Publicado el

 

 

En un juego de ideas, sarcasmo e ironía propia, Borges se burla de la inutilidad de la búsqueda de alargar la vida, más allá de lo que la naturaleza determina. La potencia de la inmortalidad se convierte en un sinsentido, cuando perdemos quizá la única razón de vivir, el recuerdo de lo vivido.

La razón de existir del personaje de la historia, Joseph Cartaphilus, la conocemos a través de un supuesto manuscrito encontrado en el último tomo de La Ilíada de seis volúmenes en cuarto menor, en la edición de Pope de 1715-1720, que le vendió el mismo autor de la historia, a quien conoció el anticuario en la ciudad de Londres y por quien la conocemos.

Así recorremos la historia del personaje desde un jardín de Tebas, cuando Dioclesiano era emperador. Afirma que militó en las guerras egipcias como tribuno de legión, acuartelada en Berenice en el Mar Rojo. De Tebas partió en la búsqueda de la Ciudad de los Inmortales. Hasta ahí había llegado un jinete cansado y ensangrentado que venía del oriente. El hombre le preguntó el nombre del río que bañaba la ciudad. Le respondió que era el Egipto a lo que contestó que era otro el río que buscaba, el río que purificaba al hombre de la muerte.

Le dijo que venía de una montaña del otro lado del río Ganges, que ahí se decía que si se caminaba al occidente, al fin del mundo, se encontraba el río de la inmortalidad. En Roma los filósofos le dijeron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía. Acompañado de soldados y mercenarios se adentro en las arenas del desierto, después entraron a desiertos de arenas negras. Le pareció increíble que en esas regiones bárbaras, de monstruos, pudiera albergar la famosa ciudad.

Posterior a ser herido por una flecha cretense erró por días sin encontrar agua. Por fin en el alba vio en la lejanía pirámides y torres y creyó ser víctima de la fiebre. Despertó en un nicho de piedra, como poso de sepultura, al pie de la montaña vio un arroyo sucio y en el otro margen estaba la anhelada ciudad. De otros agujeros emergieron trogloditas. Volvió a perderse en delirios y palabras griegas, cuando despertó consumió como los trogloditas carne de serpiente. Se internó en la ciudad y descubrió que uno de los bárbaros lo acompañaba o seguía. Penetró en la ciudad a través de laberintos y se maravilló del mármol y el granito, de los capiteles y astrágalos, de los frontones y las bóvedas. Era una ciudad construida por sus inmortales habitantes, una construcción de laberintos y desproporciones, una ciudad sin sentido.

Se alejó del lugar y el troglodita lo acompañó, lo humilde y miserable le trajeron a la memoria el viejo perro de Odiseo, llamado Argos, y así le llamó a su compañero. Argos después de  dormir bajo una lluvia le corría líquido por la cara, era lluvia y lágrimas, al fin había recordado algo, por lo que se refirió al perro en el estiércol. Después de muchos esfuerzos el personaje logró que le entendiera la pregunta sobre lo que sabía de la Odisea, a lo que contestó que muy poco, porque hacía mil cien años que la había inventado.

Borges se cuestiona la importancia de ser inmortal, para llegar a la conclusión que no es importante, porque menos el hombre, todas las criaturas ignoran la muerte. Saberse inmortal es terrible, divino e incomprensible, dice. Esa misma reflexión llevó a El Inmortal a buscar el río que borraba la inmortalidad. En esa búsqueda el personaje se separó por fin de Homero, sin decirse adiós en el Tánger.

En su búsqueda transcribió los viajes de Simbad, en la cárcel de una ciudad olvidada jugó ajedrez, en otra profesó la astrología. Discutió con Giambattista el origen del poema de la Ilíada. Por fin en octubre de 1921 en una embarcación que lo conducía a Bombay fondeó en un puerto y al recorrer el lugar, en las afueras encontró un caudal de agua clara que probó por costumbre, ahí lo laceró un árbol espinoso y feliz contemplo salir una gota de sangre, había recuperado la mortalidad.

Después de hacer algunas precisiones sobre potenciales confusiones que pueden presentarse en la lectura de la narración, Borges hace una anotación final, que se refiere a las conclusiones de su personaje, quien afirma que cuando se acerca el final, no quedan imágenes de recuerdo, solamente sobreviven palabras, desplazadas y mutiladas, dice o palabras de otros y que son limosna que dejan las horas, los días y lo siglos.

Borges quizá sin proponérselo nos hace sentir lo inútil de la inmortalidad, aceptando que el sentido de la vida se pierde si olvidamos, o lo que es lo mismo, que la vida de cada hombre en la cercanía de la muerte la decadencia física trae consigo el olvido.

Sea cualquiera de las alternativas, queda la extraña sensación que Borges se burla de sus lectores de manera sutil, recordándoles que no tienen alternativa y conforme avanzan en la vida pierden sus recuerdos y si se alarga demasiado, se pierde el factor principal de vivir, disfrutarlo.

 

 

En la misma categoria

Otras Noticias