La pandemia del odio

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La pandemia del odio

Juan M. Negrete

Muchos analistas revisan el comportamiento manifestado con la presente pandemia en el mundo. Hay actitudes comunes que podrían ponderarse como meras expresiones de odio. No vale buscarle raíces extrañas y menos tratar de legitimarlas. Habrá que aceptar que, como especie, no tenemos nada de extraordinario. No somos reyes de la creación ni nada similar. Estamos hechos de barro y, en muchos casos, del más corrientito.

La agresión asestada aquí y allá a trabajadores de la salud. ¿Quién, en su sano juicio, puede justificar que estos profesionales sean denostados, arrinconados y hasta golpeados por una turba desatada? La irracionalidad de estos actos debe poseer un dínamo similar al de los linchamientos, efectuados al seno de nuestras comunidades más apartadas o menos ilustradas. Es una vergüenza que ocurran, pero pasan. Los galenos y sus ayudantes han elevado su queja al gobierno, debido al riesgo que corren por ejercer su profesión.

Al odio presente en tales hechos hay que sumarle las manifestaciones de racismo, xenofobia y marginación. Por más esfuerzos que hacen los responsables de la salud, nacionales e internacionales, por presentar al público un perfil tipificado de este mal, no acaban de mostrarlo como una enfermedad bien identificable. El hecho mismo de presentar al tal virus Covid 19 como un agente mórbido parasitario, que al incorporarse al cuerpo de un enfermo agudiza los males ya presentes en su organismo, lo vuelve de difícil reconocimiento, complicado para combatirlo con éxito.

Si se anida este virus en un obeso, diabético, hipertenso o con otra deficiencia sanitaria de las que se enlistan como de alto riesgo, aunque recibiera un tratamiento antigripal eficiente, no habrá recursos idóneos todavía para controlar su hipertensión, su diabetes, su obesidad ni ninguna otra de las deficiencias que ya estén actuando contra su salud. Ese virus se aprovechará de la escasa resistencia derivada de su mala o nula inmunidad y precipitará en dicho enfermo el desenlace fatal. Es lo que nos dicen.

Suena a discurso medio comprensible, sobre todo porque anteriormente ya fuimos bombardeados con informes de comportamiento similar en otros males plagosos, presentados como ataques parasitarios. El SIDA perturbó nuestra vida cotidiana hace unos cuarenta años. Nos fue presentado con una personalidad bastante similar al virus presente. Se aprovecha, se nos dijo, de la inmunodeficiencia del portador y genera el pánico tanto en el enfermo como en quienes entran en contacto con él.

El sida hizo alejarse a mucha gente de sus posibles portadores, por miedo al contagio. El virus actual genera la misma actitud de rechazo al semejante, vista en la conducta común y corriente de nuestros congéneres. Hay un báratro de distancia sin embargo entre ambos formatos. Se decía que el sida era transmitido por contacto sexual, nada más. Después, que las transfusiones sanguíneas y hasta la saliva eran vehículo. No se hablaba de un contagio gratuito y universal. Mediante cuidados, se podía evitar la contaminación.

Pero este malvado Covid 19 no requiere coitos o transfusiones. Se vuelve pegajoso tan sólo con respirar el mismo aire cercano a un portador. Nos dicen que vuela en el ambiente, que contagia bajo el mero contacto de una misma superficie. Casi viene siendo transmitido hasta con la mirada, en cualquier aglomeración ni siquiera abundante, cuando la cercanía con el otro transgreda el metro y medio, en fin. Más pánico no puede generarse en la mente del ciudadano común y corriente con tales cuadros de miedo.

De manera que nuestros migrantes en Estados Unidos son vistos como el agente transmisor de coronavirus por excelencia. La campaña vieja de Trump para echarlos del país vecino recibió un aliciente inesperado. Ahora todos los morenitos, trabajadores o no, pero ilegales, son susceptibles de contagiarse ellos y de contagiar a los blancos, protestantes, bien portados, por el simple hecho de no tener un papel de residencia legal que les autorice a andar por aquellos lares. Igual que con los linchamientos, ¿quién puede hacer entrar en razón a una turba furiosa y desatada en contra de estos propagadores activos de la letalidad asesina?

Pero de todos, los peores son los políticos. Aprovechan río revuelto, exageran toda información, todo miedo, todo número escandaloso. Lo que buscan es descalificar al contrario, al opuesto. Modelo de irracionalidad desatada en este sentido lo tenemos en nuestro México lindo y querido. Como AMLO y sus morenos se llevaron hasta el santito y las limosnas en la última elección y están trepados en los taburetes del poder, pues – como decía el Piporro, en una de sus cancioncitas jocosas – ‘eso no lo aguanta el güero’.

Traen campaña desatada para desprestigiar y enlodar la imagen de los titulares del poder actual. No tiene mucho sentido buscar la racionalidad a los avatares de dicha campaña antiAMLO. Son secuelas del odio. Es la manifestación más prístina de la inquina y de las mentiras, que se anidan en el actuar de los políticos. Están en su hábitat, es propio de su naturaleza y no van a cambiar. Bueno, hasta se atreven a proclamar que la divinidad misma les puso a la cabeza de la turba desaforada y que los que no les sigan son una bola de pendejos, ¿verdad, Alfaro? Qué más desfiguros podemos esperar de estos cencerros de protervia, sino lidiarlos de la mejor manera posible. No nos queda de otra. Pero en cuanto flanco den, habrá que irles desenmascarando.

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