La reforma electoral que viene
Juan M. Negrete
Había estado más que anunciada. No sólo la presentíamos, la consideramos necesaria. Me refiero a todos los ciudadanos que guardamos una actitud propositiva y actuante en nuestros asuntos públicos cotidianos y mediatos. No se pueden entender nuestras dificultades comunes siempre metidas en embrollos de laberintos jurídicos e indefiniciones, dando al traste las mejores intenciones, doblegando hasta las más firmes de las voluntades. Bien sabemos que es uno de los pies baldados del que más cojeamos. Y por más que nuestros abuelos y después nuestros padres ensayaron a poner nuestra calavera pública sobre sus pies, para hacerla caminar, aún al presente sigue mostrando serias deficiencias, que tenemos que corregir de una vez por todas.
No tiene mucho sentido exponer la abundante cantidad de pruebas de fraudes derivados, de un lado de las insuficiencias legales de nuestras instancias republicanas y del otro de la inventiva pícara de nuestros propios coterráneos. Sólo aquí, como producto de nuestros embelecos democráticos, pudo haberse acuñado la figura ominosa del fraude patriótico. Se nos aplicó una y otra vez, en nuestro lejano pasado y en nuestro más reciente presente. Ensayar a agotar su listado sería prolongar de balde nuestro masoquismo. Y como nos son tan conocidos esos aberrantes cuadros, se trataría de una ocupación ociosa.
Hemos de decir entonces dos cosas, de entrada. La primera va en el sentido de que no es la primera reforma que vivimos. La flaca memoria de este redactor echa las redes hacia el pasado y recuerda bien la habida y proclamada en el sexenio de López Portillo, anunciada y promovida con bombo y platillos. Su cerebro central, o al menos así se nos dio a digerirlo, era don Jesús Reyes Heroles, una de las enhiestas personalidades intelectuales de nuestros políticos de relumbrón. Ocupaba el puesto de secretario de gobernación y desde esas alturas nos propinaron pues aquella reforma.
Era tan necesaria que nadie la retobó. Hasta ese momento llevábamos viviendo un régimen de partido único o de estado. Llevábamos medio siglo completo de la aplanadora del PRI. Y aunque en el papel aparecían otros tres partidos (dizque no afines al gobierno: pan, pps y parm), el público les tildaba de satélites, de comparsas, de meras marionetas. Tan es así que casi siempre el pps y el parm terminaban ‘sumando’ su fuerza electoral a la planilla que presentaba el PRI, cuyo resultado siempre era arrasador. Sus triunfos resultaban apabullantes, por decir lo menos. El único que guardaba las formas de la distancia opositora era el pan, aunque jamás rebasaba el diez por ciento de los votos nacionales. Fue nuestro circo por muchos años.
En la elección federal de 1976, el PRI presentó de candidato a López Portillo. El pps y el parm lo prohijaron de inmediato, como ya quedó dicho. El pan esa vez, cansado de la farsa seguramente o debido a divisiones e ineficiencia interna, simplemente no contendió. Así que el priísta fue candidato único. Y ganó con todas las de la ley. ¿Cómo podía haber sido de otra manera? Eran los tiempos de oro, sólo posibles en nuestro surrealismo mexicano. Tan enormes deficiencias electorales debían poner de rodillas en cualquier momento a toda democracia que se respetara. Por esa y muchas otras razones fue que desde el mismo poder maduró la opinión de la necesidad de abrir el ostión y ventilar el cuarto de vientos tan viciados. Y se hizo.
Entonces fue que se aprobó que jugaran abiertamente tanto la izquierda, representada sobre todo por el partido comunista mexicano (PCM), que estaba prohibido y vivía en las catacumbas, como la derecha, que eran los viejos cristeros, los sinarquistas, que salieron a la luz como un gallito colorado. Se llamó partido demócrata mexicano (PDM), aunque la democracia fuera para ellos mero ruido bucal. Había que darle alguna forma a lo impresentable.
Después de aquel primer intento, que se entiende como la inauguración de la modernización democrática de la casa en tales terrenos, han venido muchos intentos, no todos tan felices. Ya casi hablamos de otros cincuenta años de tropiezos y aciertos. Unos cargarán el acento en las caídas, otros en los aceleres. Pero en buena lid, pocos calificarían de un modelo exitoso éste de la democracia a la mexicana. Tan es así que hasta sus adalides, defensores del modelo tal como está, lo califican todavía de transición democrática. Cincuenta años de experimentos y todavía seguimos en meras etapas de experimentación. Pero no nos resulta novedad. Como que ya nos gusta jugarnos el dedo en la boca.
Ahora ha enviado AMLO una propuesta con este fin inveterado, por ver si ahora sí le hallamos la punta a la hebra. La iniciativa se compone de tres ejes. El primero ensaya a desinflarle la panza al monstruo burocrático, crecida con el pretexto de organizar los procesos electoreros. Acabar con el INE, con los institutos estatales y con tanto tribunal estatal calificador. El segundo eje habla de reducir la plantilla de plazas en disputa, eliminando las curules plurinominales de diputados y de senadores y volver más maleables dichos cuerpos legislativos. El tercero consiste en retirar la cartera abierta tan generosa a los partidos, que viven y medran de tales recursos. Financiar tan sólo las campañas y punto. Pinta bien la iniciativa. Lástima que ya se hayan pronunciado los que se llaman oposición por vetarla, como hicieron con la ley sobre la industria eléctrica. El show apenas empieza. Habrá que darle seguimiento. Un abrazo efusivo a todos los chiquillos mexicanos en su día.