Partidiario
Criterios
Para quienes somos de este rumbo –Sayula, Zapotlán El Grande, Tuxcacuesco y los confines de El Llano Grande ─Tonaya, San Gabriel, Tolimán y Zapotitlán de Vadillo─ nos resulta fácil identificar aconteceres, personajes, circunstancias, lugares y entornos que incidieron en la creación de la obra de Juan Rulfo. No así para miles o millones de sus lectores en México y el mundo.
En esta exposición me referiré brevemente a algunos aspectos de la vida, virtudes y miserias humanas que influyeron en su creación y recreación maravillosa que inhibe a cualquiera a escribir y publicar algo que pudo habérsele quedado en el tintero a uno de los mejores narradores de habla hispana.
Perdonen mi atrevimiento, o torpeza, de venir a decirlo aquí donde tuvo sus raíces. Pareciera que él lo dijo todo en tan sólo dos libros: El llano en llamas y Pedro Páramo. ¡Pero qué libros! ¡Qué obras!
Cuatro elementos fueron los que marcaron la vida de Rulfo y lo hicieron grande, más que famoso─la fama, para bien o para mal, la puede lograr casi cualquiera─, pero ser grande no se da en muchos seres humanos.
Fueron, decía:
- La muerte de su padre, Juan Nepomuceno Pérez Rulfo.
- Su capacidad de observación─y de padecimiento, tal vez- de la insensibilidad, o importamadrismo y demagogia de políticos y gobernantes frente a necesidades más ingentes y aún ante calamidades y tragedias.
- La vida holgada, indiferente y hasta injusta de los hacendados─caciques frente a la pobrería, con grandes rasgos dolorosos de miseria.
- Su proverbial sencillez, humildad y comprensión hacia esos miserables labradores explotados y sin tierra, siendo él hijo y nieto de poderosos e influyentes, para terminar él mismo como asalariado, ya como burócrata o ya como vendedor de llantas.
Así fue cómo, esa vida cotidiana de pueblos y gentes olvidadas, víctimas de tamañas injusticias, que Rulfo vio y escribió para denunciarlo. Además, lo hizo con sabiduría y humor, al recrear los sufrimientos de los marginados que se resignaban y sólo muy ocasionalmente intentaban rebelarse.
Por eso se hizo escritor, aún con ribetes sobresalientes de sociólogo y, sobre todo, de antropólogo, desde que vio llegar amortajado en una parihuela improvisada, el cuerpo ensangrentado de su padre, asesinado la víspera (sábado 2 de junio de 1923) por José Guadalupe Nava, cerca de su hacienda en San Pedro Toxín. Era la venganza por haberlo chicoteado y humillado mucho tiempo atrás y porque le cobraría un peso por cada animal que se metiera en sus potreros, y últimamente, don Cheno le había encerrado dos reses para obligarlo al pago.
Rulfo lo cuenta así: Mi padre fue un hombre bueno. Vivió en esa época en que todo era malo, en que no se podrían hacer planes para el mañana, pues el mañana era incierto (…)Lo mataron un amanecer pero él no se dio cuenta cuando murió, ni por qué murió. Lo mataron y para él se acabó la vida (…)
Nos dijeron: “Su padre ha muerto”, en esa hora del despertar, cuando no duelen las cosas, cuando nacen los niños, cuando matan a los condenados a muerte…
El autor, así haya sido de manera fortuita, nació en esta Sayula, el 16 de mayo de 1917 y fue bautizado como, Carlos Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno, pero registrado por lo civil como Juan Nepomuceno Carlos.
Sus padres, Cheno y María Vizcaíno salieron de San Gabriel, primero a Zapotlán y después a esta ciudad en donde tenía residencia Severiano Pérez Jiménez, quien procedente de San Juan de los Lagos, se desposó con María Rulfo, nacida aquí pero cuyo apellido se remonta a los primeros años del siglo XIX cuando sus ancestros llegaron a este lugar procedentes de Querétaro. (Juan Rulfo, antecedentes y datos biográficos, de FMC).
Tras el alumbramiento, sus padres regresaron a San Gabriel en donde creció hasta la edad de 9 a 10 años cuando por la Guerra Cristera, las monjas del Colegio Josefino, lo cerraron.
Por eso los sangrabrielinos defendieron que allí era su tierra, según los cronistas Federico Munguía ─de feliz memoria─, de aquí de Sayula, y Jesús Guzmán de la Mora, de San Gabriel.
Pero el mismo Rulfo se encargaba de desorientar a todo mundo sobre el lugar en donde vio la luz. Cada que le preguntaban, decía que había nacido en un pueblo junto a un río que ni agua tiene (como hay tantos), aunque en una entrevista con la Televisión Española, dijo haber nacido en Apulco en donde dos profundas barrancas abrigan ese correr de piedras volcánicas que, a ruede y ruede se vuelven como pelotas negras.
Son las mismas barrancas por donde venían las tropas del general Petronilo Flores persiguiendo a Pedro Zamora, personaje esencial en la obra rulfiana.
El inolvidable Munguía Cárdenas me contó hace muchos años:
“De recién que conocí a Rulfo, que fue aquí en Sayula, le pregunté si ya había venido a este lugar. Todo serio él me dijo: “No, jamás había venido aquí. No conocía Sayula. Es la primera vez que vengo”.
Acotó don Federico: “Es que Rulfo era, como ocurre con los escritores, mentirosón. Le daba pena o vergüenza decir que era de aquí… por aquello de la mala fama que se tenía entonces por los pícaros versos de Teófilo Pedroza, El ánima de Sayula”.
En Apulco pasaba sus vacaciones y cada que tenía oportunidad venía y deambulaba por todas partes. Como buen explorador que era, se iba a Tonaya, a Tuxcacuesco y a cuanta ranchería encontraba en su caminar por el Llano Grande en busca de historias que le contaban ancianos y arrieros que ya iban, que ya venían.
Por las noches, “Juanito se la pasaba aquí en la hacienda a fuma y fuma y a toma y toma café, leyendo y escribiendo a la luz de una bombilla”, me contó en 1999 doña Esperanza Paz, viuda de Severiano Pérez, hermano de Rulfo.
En el Apulco que tanto amó, fue pergeñando borradores y reforzando lo que ya traía dentro de sí desde aquel fatídico amanecer del domingo 3 de junio de 1923, al arribo del cadáver de su padre en que vio el llano encendido de antorchas cuando recién había cumplido 6 años.
En la hacienda de Apulco, su abuelo Carlos Vizcaíno, como Salomón, construyó un hermoso templo que─dice la leyenda─fue en desagravio por sus pecados, sus mundanas correrías seduciendo a doncellas y señoras ajenas. Incluso, familiares nuestros se vieron involucrados.
Construyó ese monumento religioso que dizque por mandato papal debido a su atrevimiento de querer casar a la hija con un hijo suyo, para que su gran riqueza no se desparramara entre ajenos intrusos.
Que por todo eso viajó a Roma. De regreso, seis meses después, repartió bendiciones papales. Una de ellas le tocó a mi bisabuela Martiniana Zamora que vivía en Los González, municipio de la Comala idílica: Tuxcacuesco.
Así pues, quienes no creen que el creador del “realismo mágico”, nació aquí hace 102 años, no tienen culpa. Es del mismo escritor el culpable y quien, como ningún otro mexicano ha trascendido todas las fronteras, muy a pesar de críticos y contemporáneos suyos que lo minusvaloraron. Hoy es más grande y reconocido que todos ellos juntos que lo veían como simple costumbrista.
Este creador literario y fotógrafo, tan profundo como misterioso─por su dura infancia y niñez─salió de Sayula, que debería de ser de Rulfo. En este sur de Jalisco se imbuyó de la esencia de su gente, de su vida, sus costumbres; de la forma peculiar y despreocupada de hablar, en donde cada cosa y acción, tiene su propio nombre, y nombres y apodos inventó el propio Rulfo o los jaló de todas estas partes para plasmarlos magistralmente en su obra que enriqueció al castellano.
Toda esta región fue su inspiración, de aquí al Bajo, detrás de la sierra, en el Llano en llamas-, en donde recogió otras historias, las de los hacendados y caciques que le servirían para su novela, sin dejar de lado la de su propio abuelo materno Carlos Vizcaíno, junto con la de Don Cheno y el abuelo paterno, don Severiano Pérez Jiménez.
De manera muy destacada debió servirle el paso por la vida de José María Manzano, de Zapotlán, propietario de El Jazmín, al pie del Nevado, cuyas tierras sin límites, como las de los familiares del escritor, que se extendían hasta donde la vista alcanzaba:
(…)Vuelvo la vista hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar nada que los detenga… (“Nos han dado la tierra”).
─Este señor, don Chema -decía Munguía Cárdenas-, “era de horca y cuchillo, sobornador de funcionarios, detentador ilegal de tierras y de negra memoria”.
Pero fue un hacendado de este suelo, de Sayula quien le completó a Rulfo su obra para cerrar Pedro Páramo: José María Bobadilla y Bobadilla.
Los sayulenses lo saben: fue el historiador Munguía Cárdenas quien rescató esa historia de finales del siglo antepasado y principios del S. XX.
Resumo: En el último tercio de 1871, Bobadilla contrajo matrimonio con Paula Gutiérrez Díaz, heredera de la cuantiosa fortuna de su madre, Petra Díaz, quien se había casado, por separación de bienes, con José Gutiérrez Anguiano. Éste, al enviudar cuando la única hija aún era muy niña, se casó pronto con Ángela Villalvazo con quien procreó cuatro hijas y un hijo, en ese orden, al que llamaron José Gutiérrez Villalvazo. Todos, medios hermanos de Paula.
Al casare, Babadilla inició un pleito judicial para hacerse de la masa hereditaria de su esposa─Paula─que recibió de su madre, Petra Díaz. Se trataba de los ranchos El Reparo y Las Fuentes que aún administraba Gutiérrez Anguiano. El yerno ganó el pleito, de quien su suegro siempre dijo que no le interesaba tanto la hija como su fortuna. Envidias y rencores mutuos aumentaron entre las partes, incluido José chico.
A las nueve de la noche del 27 de julio de 1893 – cuenta el pasaje escrito por Manuel Cortina Rivera, publicado en 1919 como El crimen de Sayula … una vez que Bobadilla merendó, salió luego, como acostumbraba, a la puerta de la calle, donde paseaba por la banqueta o se sentaba en un equipal para hacer la digestión de la cena…
─Buenas noches, señor ¿qué no tiene usted trabajo en su hacienda para mí?
─¿Quién eres y cómo te llamas, muchacho? –contestó Bobadilla—y no hubo más, el victimario (Ambrosio Carbajal) sacó violentamente un filoso puñal que llevaba en el cinto y lo hundió hasta el puño en el costado izquierdo de don José…
Bobadilla, al sentirse herido de muerte, se paró violentamente y en el pasillo de su casa gritó a su esposa:
─Paulita, me han muerto.
Todavía pudo llegar hasta el corredor cercano donde, tapándose la herida con la mano , se desplomó al suelo y ahí fue rodeado de su esposa y sirvientes (…) Paulita salió a la calle dando gritos, los que fueron escuchados por muchas personas que acudieron a auxiliarla y entre ellos, José Gutiérrez, Severiano Pérez Jiménez y otras personas.
En ese trance, Severiano─abuelo de Juan Rulfo-, quien había tenido poco antes un pleito con Bobadilla en el que se amagaron con sus armas por el remate de una partida de reses que le gano Pérez Jiménez, le dijo a Paula:
─Comadre, ¿crees que yo tenga parte en este crimen?
─No compadre, nunca creería que tú hubieras cometido semejante acción…, y que miró a su hermano José muy significativamente.
“Este (José) tendió en su lecho mortuorio a su cuñado, vistió y limpió la barba sangrada de lo que arrojaba por la boca, se la peinó y compuso con una calma y parsimonia admirables.
(((No se separó de aquella afligida casa, ni de su hermana hasta sepultar a los tres días el cuerpo de su cuñado y se relataba como muy cierto que la primera noche de las que velaron el cadáver, José (el medio hermano), ofreció a Paulita una taza de algún cordial envenenamiento, la que rechazo la viuda))).
Es en la primera parte, en donde yo encuentro un paralelismo, no menos dramático, con el final de la novela de Rulfo que es, como ustedes lo recuerdan:
Pedro Páramo estaba sentado en su viejo equipal, junto a la puerta grande de la Media Luna…
─Denme una caridad para enterrar a mi mujer… muerta.
La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz, mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos:
“¡Están matando a don Pedro!”.
Abundio (¿Ambrosio?) oía que aquella mujer gritaba… No sabía qué hacer para acabar con esos gritos…
Los hombres que habían venido la levantaron del suelo y la llevaron al interior de la casa.
─¿No le ha pasado nada, a usted, patrón?─preguntaron.
Apareció la cara de Pedro Páramo que sólo movió la cabeza.
Desarmaron a Abundio que aún tenía el cuchillo lleno de sangre en la mano (…)
Allá atrás, Pedro Páramo, Sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo…
Esta es mi muerte, dijo.
Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó. Suplicando por dentro, pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
Las preguntas son: ¿Se trata del mismo final, del mismo individuo encarnado en Pedro Páramo? ¿Se habrá inspirado Rulfo en aquel pasaje que escribió Cortina Rivera, o fue mera coincidencia?
Su abuelo paterno, Pérez Jiménez, vivió de cerca la tragedia de Bobadilla y Bobadilla y sin duda la platicó una y muchas veces a sus descendientes.
Entrevistados por separado en esta ciudad, Germán Pintor y don Federico Munguía, ambos apasionados estudiosos de Rulfo, estuvieron de acuerdo conmigo que en el final de la novela sí hay una analogía…
Ustedes tienen la palabra.
*Texto leído en el Coloquio de Literatura, “Vida y Obra de Juan Rulfo”. Sayula, Jal., 16-V-19