La tía Luz
Josefina Reyes Quintanar
La casa de la tía Luz era grande y vieja, con una puerta enorme que parecía la entrada de algún gigante, las ventanas eran también alargadas y con las típicas verjas de las casas del centro de la ciudad. Era obligatoria la visita a su casa. Por alguna razón, que años después comprendí, el adulto que nos acompañara se quedaba afuera. Ahí sólo entrábamos los menores, mis hermanos y yo. Siempre olía a humedad y estaba en una semioscuridad. Sólo se entreabrían las cortinas. Así que la única iluminación era la poca luz natural que se colaba por las rendijas.
La tía Luz ya era una anciana desde que la conocí. Pero era una persona imponente, medía 1.78 metros y era robusta. Sus manos eran grandes y regordetas y al mirar su cara me parecía ver un pescado, con unos ojos grandes inexpresivos que no parpadeaban mucho y unos labios gruesos. El poco pelo que le quedaba estaba siempre recogido y su ropa siempre era de tonos oscuros. Su hablar era muy pausado, y sus palabras se alargaban al salir de su boca. Me preguntaba por qué la tía Luz no era una viejecita tierna y frágil como se supone deben ser las mujeres de su edad. No le recuerdo una sola sonrisa. Al contrario, siempre quejándose y hablando mal de los demás.
Cuenta la familia que la tía Luz tuvo una hermana gemela al nacer, pero al ser muy pequeñas enfermaron. Enfermaron de lo mismo. ¿De qué? Quién sabe. Pero al vivir en la pobreza no contaban con los recursos para amparar a las dos. Tuvieron que escoger a una para salvarla. El dinero no daba para más. Quizá la otra niña sí era buena, quizá si hubieran escogido a la otra gemela la historia fuera diferente, quizá la otra niña sí hubiera sido una buena mujer. Pero sólo dios sabe el porqué de sus designios. Así que quien sobrevivió fue la tía Luz.
En sus tiempos, allá por los años 20´s la tía Luz era todo un escándalo. Su primer hijo resultó fuera del matrimonio, y para no “echar a perder su vida” lo tuvo que regalar desde su nacimiento. Después se casó con el tío José, con quien tuvo una niña. Eunice la llamaron, como una de las nereidas. Eunice, la de rosados brazos, la de fácil victoria. Pero aún y con marido, la tía Luz no dejaba de suspirar por el amor, ansiaba otros horizontes y a final de cuentas su marido la dejó por sus malos modales. Pero Eunice ya es una niña, ya no se puede regalar “tan fácil” como al primero. Hay que imaginar la de maltratos que sufrió la niña por la frustración de la madre. La tía Luz ya tenía otro hombre viviendo con ella, así que una noche, en un arranque de furia, corrió a la niña, la echó a la calle. Eunice terminó en un orfanato, donde por las ventanas lograba ver cómo pasaba su madre por las mañanas con la canasta llena del mercado.
Afortunadamente no pasó mucho tiempo y una de las hermanas de la tía Luz adoptó a la niña. A partir de ahí tuvo una buena vida como hija única y educada por una pareja de médicos que se fueron a residir a Ébano. La tía Luz, quien en juventud estuvo rodeada de hombres, en su vejez quedó sola. Al parecer tuvo otro hijo, cuya vida terminó pronto, en su juventud. Se quedó dormido con un cigarrillo en la mano y quemó la casa. Ya no conoció el siguiente día. Cuando la tía Luz murió, muy pocos acudieron al sepelio. Uno que otro hermano la acompañó, pero más por la avaricia de quedarse con alguna pertenencia que por darle la última despedida. A nosotros, los hijos de Eunice, más grandes que pequeños, ya no nos obligaron a ir.