La volubilidad electorera gringa
Juan M. Negrete
Bien rezaba la cantata del cubano Carlos Puebla: Cuando quitaron a Nixon / hubo quien me preguntó / qué opinión me merecía / Míster Ford. / Pues mire usted, pues mire usted / a mí me parece Ford lo mismo que Chévrolet.
Viene a cuento esta fórmula de evasión de sonsonete con lo vivido los últimos días en las elecciones presidenciales de los vecinos. Se enfrentaron como siempre los dos partidos mayoritarios. Uno, el demócrata; otro, el republicano. Ambos tienen largo historial de alternancia en los puestos disputados, sea la titularidad de su poder ejecutivo o sus instancias legislativas. Entra el pinto y sale el pinto. No se cansan de escenificar ruidos mediáticos extremos por estas jornadas. Acabamos de vivir una más.
Poco a poco se ha entendido mejor su fórmula para encaramarse al puesto más importante de estas disputas: la presidencia de la república. No se llega a tal sitial como lo hacemos nosotros aquí en México, con la máxima recolección de los sufragios emitidos. Aquí se gana por mayoría, así se dé ésta con una mínima diferencia. Pero en Gringolandia, los candidatos tienen que ganarse a los miembros de un colegio electoral en cada estado. Al partido que le otorgan los electores del estado la mayor cantidad de votos, ése acumula todos los votos de su colegio electoral. Van de tres o cinco hasta cincuenta o más.
La cantidad necesaria para acumular estos votos es de 270 electores. Con tal cifra se consigue la mayoría, de lo que se deriva el triunfo. Es pues una elección indirecta. Nuestros vecinos conocen de sobra tal mecanismo, sea que se lo administren a su magín desde la casa y la escuela, en la infancia. O bien porque ellos mismos se sumerjan en tales aguas complejas y terminen incorporando dicho conocimiento a su entramado vital. Como dijimos antes, es distinto al método que usamos nosotros aquí en México, como tampoco ocurre en estados donde hay segundas vueltas u otros formatos diversos.
Si le damos una repasada al catálogo de los presidentes habidos en la Casa Blanca, vemos que lo constante con ellos ha sido la alternancia de partidos. Se vuelcan a favor de uno y lo mantienen o reiteran como dominante, hasta que se hartan de tal presencia. Recurren entonces al voto de castigo. Sacan a los que habían sido favorecidos hasta ese momento y les suplen con sus contrincantes. La constante entonces es que con los primos sólo hay de dos sopas: la de fideos y la de jodeos y paremos de contar.
Hace ocho años encumbraron a un güero desabrido que les era poco conocido. Más bien andaba en entenderes de la farándula. Es más, parece que nunca había transitado por las trilladas sendas de la grilla. Pero se les metió a ganar primero la postulación del partido republicano y la consiguió. Su nombre ya nos es ahora más que conocido: Donald Trump. Como le ganó la elección a la señora Hillary Clinton, demócrata, ocupó el espacio del poder al que le llaman Casa Blanca y salió como pudo los cuatro años de su ejercicio.
Como tienen otra variable para el poder, que aquí no usamos, que es la reelección, Trump se postuló para seguir de presidente. Pero topó con Joe Biden, el demócrata, y ahora sí que no la hizo, como ocurrió con doña Hillary. Biden lo sacó de la silla. Aunque Trump soltó desde el principio la sopa de que le habían hecho fraude y hasta promovió con sus huestes más fanáticas dar un golpe de estado. Por más que tobó y retobó que le habían robado el triunfo, sin presentar nunca pruebas contundentes de su dicho, su contrincante demócrata ocupó la silla los siguientes cuatro años que ya están por concluir.
Lo de que le hayan hecho trampa, le sirvió de aspavientos al rubio desparpajado para no soltar el micrófono en los cuatro años recién concluidos. Se la pasó muele y muele con la misma cantaleta, a tal grado que consiguió adueñarse del partido republicano y hacerse de nuevo con la candidatura para la grande. Tuvo ahora de contrincante a la señora Kamala Harris, que es la vicepresidenta de Biden. Los demócratas postularon primero al presidente, Joe Biden, pero lo desbancaron, por sus achaques seniles, poniendo en su lugar a Kamala, más joven, mujer fuerte y lúcida.
La contienda pintó a ser pareja y hasta hubo momentos en que Kamala despegaba y acariciaba ganar las mayorías previstas. Pero no cuajó tal despegue. Al final de la campaña, en las últimas dos semanas, no fue otro el mensaje sino el de un empate técnico. Y ya el martes negro pasado vino el cerrojo de la contienda, cuyo resultado nos hizo saber que no había habido tal empate técnico, sino que la delantera de la Harris se había desplomado y fue rebasada por el güero desabrido. Éste pues se levantó con la victoria, que no fue pírrica, cuando la contienda es cerrada, sino con amplia ventaja.
Como solemos decir por acá: Es lo mismo Chana que Juana. O bien, se trata de la misma gata, nomás que revolcada. Ambos partidos cuidan los intereses de la oligarquía yanqui, que ha sido la más poderosa del mundo en el último siglo. Aunque todo apunta a que ya empieza a contar sus últimos días. Su predominio en la economía mundial está conociendo serios reveses y no será extraño que vengan a ocupar su lugar los jeques de otras regiones del planeta. Pero de eso haremos charla en otro momento. Por ahora nos quedamos buscándole los tres pies al gato de los factores que llevaron a la derrota a los demócratas, que parecía que acariciaban la victoria. Pero no se les hizo. Vendremos con más luz, cuando desenredemos otros hilos.