Las manos de Vanesa (cuento) / I
Mel Toro
Primera de tres partes:
Un amigo de mi infancia, bromista y salidor, se perdió en las veredas de la droga. Lo recuerdo con tristeza. Tenía una profundidad amistosa como pocos. Audaz y nada de fijado. Desde chiquillo se lanzó a cuanto trabajo se le ponía enfrente sin escatimar esfuerzos. Un churrero de enfrente de su casa, don José, lo conchabó a ayudarle cuando todavía no cumplía ni los diez años. Al rato, don José lo tenía administrando la caja del dinero. Era muy listo, demasiado listo. El churrero no tenía hijos. Todo mundo pensaba que lo iba a adoptar. Pero el viejo se murió pronto. El chico no había cumplido ni los quince años. Quedó en el desamparo.
No era huérfano. Tuvo padre y madre. Los tenía cuando se convirtió en ayudante del churrero. Pero ni su mamá ni su papá servían para un carajo. El papá es de Autlán y dejó a la señora, dizque por insoportable, con la carga de cinco hijos. No se preocupó más de su manutención y cuidado. La mamá los depositó con la abuela y se largó a Estados Unidos a trabajar para mandar dólares. Así vivieron varios años, hasta que crecieron todos y empezaron a hacer salidas cortas de la casa de los abuelos.
Se llamaba Teodoro. Siempre buscó la sombra de buenos patrones. A la muerte de don José, se arrimó a un vendedor de jabones y mezcal, un tipo buscalavida, que le enseñó trucos del comercio ambulante. Aprendió con él a abordar a la gente y a no dejarla ir sin mercancía. Aprendió a ser labioso y adulador, a ver a todo parroquiano como cliente potencial y a hacerlo sentir que siempre tiene razón, secreto ineludible para poder tener éxito en la daga inconmensurable del engaño mercantil.
Tras dejar a este charlatán, se ligó con Sergio Corona, el eterno promotor de las fiestas del pueblo, el famoso licenciado. Lo agarró justo en la época en que éste se obsesionó por los gallos. La pasión por el juego de los gallos llevó a Sergio a la bancarrota final, pero duró como empresario de tapadas, terqueándole, unos veinte años. Entonces fue cuando se le aficionó Teodoro. Aprendió veloz también las mañas de este vicio. Supo cómo amarrar navajas y cómo incitar a la pelea al gallo antes de que el del rival empiece a tirar patadas. Los dormía, los despertaba, los hacía fingir que estaban muertos y levantarse a tiempo para alzarse con la victoria. Los curaba de las heridas, si ganaban y eran ejemplares para conservar.
Lo más importante de los torneos de gallos no son los animales sino sus dueños, el costal de mañas de los galleros. Con ellos es con quienes realmente hay que lidiar. Son los que dirigen las apuestas. Compran a los jueces. Establecen las peleas de compromiso. Con ellos hay que entenderse en los vericuetos del enjuague para que las ferias no decaigan y para que los palenques estén siempre llenos. Ellos y el dinero que circulan son el alma de la fiesta. Es el secreto al que el abogado ya no daba tanta importancia y en lo que Teodoro fincó su atención.
Con semejante aval, Teodoro ganó pronto mucho dinero. Se acostumbró a manejar carretadas de oro y a despilfarrarlo de igual modo. Como entraba salía. Era dinero fácil, escabullido a parroquianos ingenuos, regateado a borrachos, esquilmado a dormidos. El abogado vio que sus números, siempre rojos, le empezaron a dar dividendos. Pero a él, en la turbamulta del ruido de las ferias, lo movía un interés más alto. Buscaba tenerle a la gente ocupaciones atractivas para su ocio. Él mismo quería mantenerse ocupado y sentirse útil, seguir acariciando todos los días la fiesta, a la que consideraba el alma, la esencia de la mexicanidad. Por eso dejaba a Teodoro hacer y deshacer. Nunca lo recriminó ni le recortó la manga. Así fue cómo entró este amigo en contacto con los bajos fondos, con el hampa, con el malandrinaje, en pleno hervor. A tal carreta ligó su suerte.
No todo fue miel sobre hojuelas. El abogado era voluble. Viró su interés a farándulas diferentes. Cuando dejaron de interesarle los gallos, Teodoro quedó desempleado. Buscó el refugio de tantos. Se encarreró hacia norte y cruzó la línea. También allá abrió puertas. Era inquieto. Estaba lleno de iniciativa. Siempre acomedido y servicial, dirigió a otros compas ganosos de llenar los bolsillos. Su audacia lo volvió temerario. No tardó en ligarse con los polleros y se volvió coyote. Pasó a muchos mojados para el otro lado.
Pero no los largaba en cualquier parte, sino que los trataba como a clientes especiales. Si se podía, aparte de esconderlos pronto y bien de la migra, les buscaba trabajo. Ésta no es fórmula común de los traficantes en la frontera. Teodoro estableció un extenso círculo de conocidos y favorecidos que le agradecían el trato. Tampoco les cobraba por pasarlos. De modo que el pago que recibía de ellos, cuando ya trabajaban, eran regalos opíparos. A cada rato cambiaba buenos cheques de braceros, de ilegales agradecidos. A tanto llegaban sus altos bonos que terminó siendo llamado el cónsul de El Grullo. En Anaheim, Cal., hay tantos de por acá que dicen que casi se siente uno como en su tierra.
[Continuará…]