Las manos de Vanesa (cuento) / II

Las Manos de Vanesa (cuento) / II

Mel Toro

Segunda de tres partes:

Fueron sus dominios. Como su mamá vivía allá, terminó emigrado. Esto le facilitó más su empresa de trasladar paisanos y de colocarlos en trabajos. Pero tantas idas y venidas, tantas vueltas y revueltas, lo terminaron poniendo en el mundo de la droga. Y como no se detenía mucho en medir los peligros, cuando menos pensó ya era un traficante. Su mercado natural, la enorme cantidad de amigos trasmigrados, entre los que el consumo es también moneda corriente, le generaron ganancias increíbles.

No es fácil acoplarse bien al bajo mundo. Tampoco se logra mucha independencia. Los eslabones de esa cadena son pesados y duros de romper. No tanto, como dicen muchos, que una vez adentro es difícil de escaparse, sino por el hecho mismo de tener que realizar tareas para las que no hay voluntad, por necesidades de la mafia, que no da la cara. Cuando menos pensó, Teodoro tuvo que robar automóviles, realizar viajes incógnitos, poner cargamentos lejos de la mira de sabuesos experimentados y sobre todo poner gente en el lugar y el momento indicado para su sacrificio.

Esto último le molestó mucho la primera vez que lo hizo. Pero fue cuando se dio cuenta de que había resbalado demasiado hondo ya en el tobogán de la mala vida. Pensó en escapar de tamañas tenazas que le habían pervertido su alegría misma de vivir. Además, la policía gringa boletinó su ficha, para detenerlo. Se regresó mejor a México, donde se empezó a regodear con truhanes y resbaló en su tobogán.

Le fue imposible regenerarse. Había traficado y consumido él mismo demasiados estupefacientes. Terminó siendo adicto, un adicto fatal. Cuando se dio cuenta de que necesitaba la coca y la mota y las pastas y la base y el cristal para su misma vida, tocó de nuevo la puerta negra de su mal reciente y se volvió a sumergir en la infamia. Descuidó su persona. Hasta su atuendo delataba el desplome. Barba descuidada, camisas sucias y andrajosas, pelo revuelto, calzado roto. Lo triste, por nuevo, fue la ausencia de confianza entre el vecindario, el viejo círculo de amistades y paisanos que antes lo había apapachado y querido tanto. Se alejaban de él a la más mínima oportunidad, cual si se tratara de un leproso o de un animal de uña.

Esto le dolió mucho. Antes de irse a con los gringos, tenía relativo éxito con las muchachas. A varias las había llevado a iniciar himeneos. Luego las había abandonado. Ganó buena fama de mujeriego entre el mujerío. No lo rechazaban. Las muchachas se cuidaban de él, pero no les resultaba repulsivo. Tenía en su haber una lista larga de conquistas voluntarias. Mas pareció que, a su retorno, había perdido ese viejo encanto personal. Su prestancia misma decayó. Se veía medio encorvado, flaco, desgarbado. Cambió su humor. Era otro. Ni en las cantinas, pagándoles, querían las muchachas meterse con él.

Un día por fin se lo cargó la judicial. Un pitazo lo denunció como contacto de traficantes y lo entambaron por varios años, seis, siete. En la cárcel se acabó de echar a perder. Ni se regeneró, ni abandonó el negocio de la droga. Desde la sombrita, él y sus cómplices seguían distribuyendo cargamentos. Claro que ahora eran otros los burreros. El dinero no llegaba fácilmente a sus manos. Tenía que triangular. Habían de pasar demasiados filtros para llegar a la cárcel, donde tampoco se podía esconder la lana, sin untar la mano a los carceleros. Guardias y autoridades participaban de las ganancias, sin despeinarse. Era el precio de recibir de ellos la seguridad a sus negocios.

Acompañando a la esposa de otro reo, vino una amiga a visita conyugal. Ahí la conoció. Se llama Leti, la mujer. La Güera le dicen. Le dio buena espina. Se gustaron. Como se dice: hubo química entre los dos. La Güera prometió volver a visitarlo. Teodoro abrigó la esperanza de salir pronto y enredarse en tales brazos. Pero no hubo necesidad. Ella se organizó de modo que consiguió el derecho de visita conyugal y se trenzó con él en arrumacos y caricias. Pronto fueron frecuentes las visitas de la Güera. Teodoro sintió que volvía a vivir. Recuperó su buen humor. Sentía que retornaba toda su alegría y le confió a la novia nueva la causa de su detención. Aunque ya metido alguien en la vorágine de la droga, tener cura real es un verdadero prodigio.

La Güera ni se inmutó con la revelación. Al contrario, le hizo saber que sabía de sus nexos y lazos comprometedores. Se puso a su disposición para ayudarle en todo lo que quisiera. Teodoro quería que la Güera lo sacara de prisión. Pero ella sólo quería obtener de él la lista de clientes, que la mafia había perdido, al desampararlo. Tras lograrlo, lo dejaría otra vez solo, pudriéndose en el bote. Teodoro no les había querido revelar sus conexiones, no por no participarlos a sus contlapaches, sino acariciando la ilusión de que, preso él, se cortara la cabeza de la hidra al menos en la persona de sus clientes ocultos. Con remilguitos, mimos y coqueteos, la Güera terminó venciéndolo, mientras él más se entusiasmaba con ella. Al final, le sacó la lista más guardada de sus clientes. Él se embargaba de ilusión, pensando que había hallado por fin una mujer que lo amara. Y se encandiló con ella.

Primero le propuso la tarea de su rescate. La involucró en la tarea de ir y venir a los tribunales para revivir su caso y poder obtener la libertad. Ella llegó con los capos al acuerdo de ayudarle a salir. Ellos se oponían a esta medida porque les enturbiaba el plan de ampliar el mercado. No querían verlo al frente reclamando viejos derechos. Cuando se expandieron a nuevos espacios, Teodoro no era parte del paisaje; nada significaba su presencia. La Güera realizó bien la encomienda, pero para sí misma. Prolongó su interés ficticio por Teodoro y hasta lo sacó del bote. Condiciones de los mafiosos: una, que ella no se fuera a enamorar de un desahuciado. Y dos: que, si viéndose libre Teodoro, quería recuperar su viejo mercado, ella sería la sacrificada. Ella perdería la mina de oro. En los dos casos le daban, como alternativa única, ser perdedora.

[Continuará…]

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