Las manos de Vanesa (cuento) / III
Mel Toro
Tercera y última parte:
Salió Teodoro del bote gracias a la buena dirección del litigio. La Güera lo empezaba a amar con remordimiento, pues sabía lo del engaño del grupo. Ellos no lo iban a integrar ya nunca jamás al seno de los negocios. Lo iban a dejar de su mano. Entendía él, por su parte, que la sociedad lo iba a rechazar, que no se iba a regenerar, que no iba a hallar trabajo en ninguna parte. Tampoco se podía regresar a los Estados Unidos, por estar boletinado.
En la cárcel había mostrado ella amor con él y no era ficticio. Su viejo carisma la había flechado. Pero ya en la calle estaba obligada a desengañarlo. La maña no le perdonaría si actuaba de manera distinta a lo acordado. Todo había sido mero teatro, amor fingido. Era el siguiente paso a dar por ella, pero sus nuevos sentimientos la estaban metiendo a un serio dilema. ¿Qué explicación le daría al momento de montar su cambio de actitud tan drástico?
Teodoro anduvo como enyerbado los primeros días de su libertad. Cierta indiferencia y desdén incomprensibles de su Güera lo hacían desatinar. La buscó, le rogó, la cercó, trató de rendirla con serenatas, con declaraciones, con votos y promesas. Ella buscaba mostrársele insensible y dura. Él sentía no poder derruir semejante fortaleza. No captaba la dimensión de su tragedia. Hasta que dobló las manos y la introdujo a su mercado oculto, al verdadero mundo de sus finanzas, intocado por los capos. Las catacumbas de consumidores del pueblo que no conocía ella; el submundo que él se había reservado para su exclusivo manejo, con suma cautela, por si no le quedaba otra salida que volver a obtener recursos por este medio.
Sintió ella terrible miedo, cuando vio la generosidad de su hombre engañado. En un solo movimiento, por una noche, mediante un cargamento pesado, se hicieron de más de 120 mil pesos. Y él se los dio a guardar a ella, completitos. Se dio cuenta de que Teodoro realmente la amaba. Le abría el pecho de todo a todo. Ya no le dejaba un solo secreto guardado. Con el dinero en la mano, le pedía que huyeran al sur, a Colombia, a otra parte de América, donde tenía otros contactos y podían ambos hacerse perdidizos, cambiar de personalidad, hacer una vida nueva completa. Le dejó el dinero en sus manos.
Fue entonces cuando le avino a Teodoro una premonición extraña. Con haber salido de la cárcel, en la que se refociliba a su gusto con su novia, ya en la calle no encontraba respuesta femenina valiosa. La tarde en que acudió al tendajón de su esquina donde era bien conocido de empleados y vecinos, se topó con dos personajes quienes también iban a comprar panes para la cena. Teodoro cruzó su mirada lasciva con una de las dos. No hubo necesidad de cortejo. Decidió encaminar a la más alta. Bien figurada como muchacha, le pidió su nombre. “Me llamo Vanesa”, recibió de respuesta. Un poco gruesa la voz, para su gusto. Pero siguieron caminando. Se detuvieron y él la cogíó de la mano. Pero se encontró con unas manos rudas, callosas. Vanesa era un metrosexual, dispuesto a cualquier aventura. Teodoro sintió de inmediato haber perdido su habilidad clave para identificar objetos idóneos para la tarea de la seducción. Se retiró de Vanesa con sentimiento de derrota.
Decidió no volver a distraer su atención con novias pasajeras. Volvió con su Güerita. El dinero que le había dado Teodoro, lo tenía escondido en la casa de su padre. El anciano se extrañaba que su hija lo visitara ahora con más regularidad, si ya se le había retirado. Conociendo sus rincones, dio con un lugar muy seguro para esconder el botín. Un cuartito del corral al que tapaba del sol una higuera frondosa. Por lo mismo había en él demasiados zancudos molestos. El viejito decidió cortarle a la higuera unas ramas, para que entrara el sol y se le espantaran a los bichos.
Le resultó una tarea desastrada. Los achaques la edad y la pérdida de reflejos dieron con él al suelo cuando apenas empezaba a accionar el hacha. Pisó mal entre la barda y una de las ramas del árbol. Fue a dar entero al suelo y murió en el acto. Su cabeza pegó directo con una piedra dura del piso. Por la noche, en el velorio, Teodoro se hizo presente. Fue a dar el pésame a la familia y en especial a su Güera. Ella buscaba una excusa para correrlo. Advertido él que no debía nunca pararse ni enfrente de la casa de sus padres, estaba ahí de curpo entero. Teodoro infringió la orden. Acudió al domicilio vetado y hasta se acercó a ella para preguntarle por el dinero. Como única respuesta, la Güera le señaló a dos sicarios en plantón a la vuelta de la esquina.
Se retiró apesadumbrado, completamente derrotado. No había habido necesidad de que lo apuñalaran. Iba muerto al paso. Caminaba como sonámbulo. Ni siquiera reaccionó para defenderse cuando lo atenazaron por detrás y empezaron a picarlo. Su pensamiento estaba ya en el mundo del fracaso, de la derrota total. Se sabía víctima de un engaño calculado y perverso. Y lo peor, sentía no merecer tal trato de parte de su Güerita. De otros, tal vez; de tantos que había envenenado, quizás; de los capos, que podían sentirse burlados o agredidos por él, pudiera ser. Pero de su Güerita, de su novia reciente tan alejada del engaño de Vanesa, de la mujer a la que tras tantas turbulencias le había abierto el corazón, de ella no esperaba ninguna puñalada trapera. Fue la que lo mató.