Las nuevas autoridades y el nuevo crimen

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Las Uvas de la Ira

Criterios

Nuevas autoridades han asumido los tres niveles de gobierno en la mayor parte del país. Es de esperarse que sea hasta enero cuando arranquen sus actividades susceptibles de evaluarse, ya con todas las riendas en la mano y las propuestas electorales convertidas en políticas públicas y programas operativos. Sin embargo, lo que resta de diciembre y enero están muy ocupados en la agenda de las oposiciones políticas que por su debilidad tienden a tomar fuerza concentrándose en un pragmático pero simplón antipejismo y aprovecharán cualquier tropiezo, demora u omisión del partido dominante para ganar espacios, o “hacer contrapeso”, que en boca de líderes priistas y panistas sólo puede ser un eufemismo. Esto no debe verse como un riesgo desde las bancadas mayoritarias del Congreso ni desde el Ejecutivo; es una condición necesaria para el rejuego de fuerzas que mueve la institucionalidad y legitima las decisiones del poder.

Problemas de otra magnitud plantea la agenda del crimen organizado, que tiene carcomidas estructuras públicas en una medida que el pasado régimen procuró esconder al máximo. En principio, es claro que las nuevas autoridades–morenistas o no, pero las cuales giran en torno al liderazgo presidencial por la estructura del Estado mexicano– están conscientes de que el combate a ese flagelo exige soluciones integrales, de gran alcance y variados plazos. Conforme a ello se diseñaron los programas anticorrupción, de apoyo a los sectores vulnerables, de educación y cultura, de empleo y desarrollo de zonas marginadas, así como de seguridad pública y pacificación, todo esto con los matices que las autoridades de los diferentes partidos juzguen necesarios en sus jurisdicciones.

Esa conciencia general implica una admisión de que el crimen organizado logró enraizarse en la vida cotidiana, hasta el punto de convertir la violencia letal en un riesgo que es necesario afrontar todos los días, aun en la privacidad del hogar. Esta “normalización”, como se le dice, no implica la aprobación, sino la convicción de que si la autoridad con su mandato legal y sus recursos tanto jurídicos como coercitivos no ha conseguido erradicar, ni siquiera contener el avance de las bandas delictivas, entonces el individuo que sí está en manos de la ley tiene que hallar o inventar mecanismos de supervivencia en un ambiente hostil. Y mientras menos esté formulada en términos políticos, esta necesidad es más susceptible a derivar en miedo, violencia “preventiva”, venganza personal, conductas antisociales y otros detonantes de delitos.

Si se toma en cuenta el ejemplo concreto de la política de seguridad planteada por el gobierno de la Ciudad de México –el que me toca evaluar directamente como ciudadano–, es preciso admitir que los programas de los que tenemos noticia son coherentes y correctamente orientados, ya que se basan en la capacidad operativa real de las corporaciones locales, contemplan la cooperación con las instancias de seguridad de los estados vecinos y las federales, además de basarse en la incorporación de los ciudadanos a la tarea de limpiar de crimen la ciudad. Sin embargo, desde el punto de vista de este habitante de una colonia popular en el sur de la capital, el plan corre el mismo riesgo que tantos otros de las administraciones pasadas: el de disolverse ante el poder corruptor del narcotráfico y su comprada influencia política, que no desaparecerán de un día para el otro.

Personalmente, no sólo doy el beneficio de la duda a la administración entrante. Estoy convencido de que su fuerza reside en la exigencia de la gente de acabar con el estado de cosas injusto, corrupto y violento: tres características generales de nuestra circunstancia nacional pero que tienen manifestaciones gravísimas en el rubro de la seguridad pública, hasta el punto de transformarse, en los dos sexenios pasados, en un riesgo de seguridad nacional que incluso inquieta al poderoso vecino del norte. Si bien no tengo dudas en las intenciones del gobierno capitalino, las tengo sobre el alcance de su estrategia, no a priori sino con base en las áreas de la vida ciudadana adonde no han llegado la acción del Estado desde hace décadas.

Programas tan loables como la restauración de la policía de proximidad, que se reforzarán con actividades culturales para los barrios y apoyo económico, educativo y laboral a los sectores con menos oportunidades de desarrollo social, los he visto fracasar en las gestiones priistas, panistas, perredistas y morenistas pese a que un éxito en ese rubro le rendiría buena ganancia política a los entonces delegados. La causa ha sido clara y aburridoramente la misma: el binomio de corrupción y colusión de algunas autoridades con el crimen organizado. La primera no sólo implica que los funcionarios dejen de cumplir su obligación a cambio de dinero, sino la entrega de puestos a personas no capacitadas que no respetan a superiores, pares ni subordinados y por lo tanto no se ganan su respeto; y quienes inoculan el desorden que puede ser mortal ahí donde la disciplina es indispensable; que no pueden rendir resultados y arrojan resultados nulos, es decir, generan el alto índice de impunidad que constituye el mayor aliciente para que el crimen común se incremente y mute en crimen organizado, ya sea entre los raterillos de la colonia o entre funcionarios y policías reclutados por el doble de su sueldo: es decir, un monto mínimo para los líderes de las bandas. En esa circunstancia, los policías de cualquier rango que no aceptan unirse al crimen sufren de una extrema vulnerabilidad, y el miedo por la vida de la familia y la propia es un poderoso motivo para elegir la seguridad de lo ilegal en una corporación corrupta.

Dicha “seguridad” en lo ilegal es temporal y no “normaliza”la violencia, en el sentido de que la convierta en una coerción no sangrienta: reproduce la violencia y la agudiza, sólo que temporalmente el policía corrupto o el ciudadano delincuente están del lado depredador, hasta que los intereses de su grupo chocan con el de otro más poderoso y entonces cumplen su papel de víctimas del carrusel sangriento cuyo motor alimentaron.

Sin embargo, la inseguridad criminógena no sólo es un fenómeno esparcido en zonas o estratos poblacionales de alto riesgo: es un estado social con otros componentes, como la precariedad económica, la falta de perspectivas de desarrollo en la misma generación y en la siguiente, así como la falta de recursos cognitivos y humanísticos para afrontar los vaivenes de la existencia, ya que las tradiciones útiles para ello se han desvanecido en un sistema de valores del capitalismo caníbal y casi todas las familias han sido profundamente vulneradas por el crimen.

Contra lo que parece, soy optimista porque creo que la mayoría de los ciudadanos está harta de la delincuencia y de la inseguridad. SI las nuevas autoridades de todos los niveles y cualquiera que sea su origen partidista saben engancharse con sus legítimas exigencias, hacer suya la urgencia del cambio y escuchar sus ideas, la estrategia de seguridad puede avanzar más allá de los documentos burocráticos, las tácticas pueden diversificarse para hacer frente a la multiplicidad de frentes que presenta el crimen, y la pacificación avanzar hacia un estado de sanación inevitablemente lento pero capaz de estimular a muchas personas a participar en la construcción de un Estado de paz.

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