Los atractivos de lo gringo
Juan M. Negrete
En la colaboración de la semana anterior, buscamos ajustar la lupa para discernir los elementos comunes de las poblaciones de nuestros dos países, gringos y mexicanos. Suena a herejía esto de afirmar que nos parezcamos a nuestros vecinos. Si lo planteamos como una generalización, lo es. Mas si precisamos matices habrá que aceptar algunas similitudes. Vayan pues algunos casos al tapete.
Un dato innegable es que al igual que nuestros abuelos hispanos, los colonos ingleses llegaron a tierra ajena y se la apropiaron, exterminando o desplazando a los aborígenes. Nos lo han narrado de maneras distintas. Se dice que los güeros los exterminaron y a los que no pudieron borrar del mapa, los redujeron a reservaciones. Tierras, montes y aguas pasaron a su dominio, eso sí. Nuestros historiadores repiten la conseja de que aquí los españoles se mezclaron con los naturales; que de tal revoltura surgimos los mestizos mexicanos; que el tal mestizaje se expandió y ahora representamos a buen seguro hasta el 80% de la población.
Habría que precisar estos porcentajes. Pero ese ochenta mencionado pueda ser que se atenga a lo que hay. El 15% representaría a los conglomerados de nuestros naturales y dentro del 5% restante quedarían los güeritos, nacionales y/o extranjeros. Así lo dejamos.
La discusión en torno al trato que dieron los peninsulares a nuestros ancestros está suavizada. Se deja pasar la idea de que su encuentro fue pacífico. Aquí pues, los latinos europeos recién llegados no masacraron a los pueblos originarios, sino que se fundieron con ellos. Después vinieron los ajustes por la propiedad y la historia se nos descompuso, al grado de que hirvieron guerras civiles por estas diferencias. Pero marginación, discriminación y racismo no se toleró aquende los mares, como sí prevaleció con los gabachos.
¿Cómo podríamos explicar ciertos datos duros que no se compaginan bien con estas afirmaciones peregrinas? Por ejemplo, historiadores minuciosos nos hacen saber que a la llegada de los europeos a Mesoamérica (1517) había 40 millones de habitantes; al cierre de dicho siglo (1600) ya sólo habitaban estos espacios dos millones de naturales. Tal hecatombe demográfica no les vino del cielo a nuestros ancestros, como los castigos a Sodoma y Gomorra. Aparece con fuerza la suposición de genocidio.
Ya en las guerras de independencia, nuestros pueblos originarios habitaban regiones cerradas, las más apartadas de la convivencia establecida por la dinámica económica de la explotación colonial. O huyeron de los malos tratos o fueron marginados y excluidos. La estampa entonces de la bonhomía hispana queda muy mal parada. No tiene muchas agarraderas para sostenerla. Nuestros abuelos peninsulares no fueron tan diferentes de los piratas y exterminadores anglosajones, que se apoderaron del norte del continente americano. Ellos les dijeron a nuestros tatas nada más: quítense ustedes para ponernos nosotros.
Con lo del despojo de los terrenos a los aborígenes, habría que establecer una comparación similar. Siempre nos ha escandalizado el hecho de que los tejanos primero y luego todos los demás gringos se metieron a la brava a nuestros territorios norteños y desalojaron a los nuestros de los dos millones de kilómetros cuadrados que nos costó tal invasión. Pero uno o dos siglos antes, los prístinos e impolutos conquistadores peninsulares, que iban poblando y apoderándose de los territorios de los pueblos originales, recurrieron exactamente a los mismos métodos de despojo que sus primos anglosajones.
Cuando nuestra guerra civil de la Reforma, nuestros liberales enarbolaron la consigna de desalojar al clero de las propiedades en las que se habían asentado, abanderando la consigna de la desamortización. Los datos de los historiadores ilustran que nuestro santo clero estaba en posesión del 60% del territorio nacional. Tan franciscanos y desprendidos no nos resultaron los misioneros que nos envió el vaticano.
De las posesiones clericales y de las viejas encomiendas, derivó el modelo económico de las haciendas. Por lo aprendido sobre los avatares de la revolución, algo sabemos de ellas. Fueron la pluma de vomitar de nuestros abuelos indígenas y jornaleros rurales. Y no de en balde. Al final del porfirismo, los pueblos ancestrales poseían tan sólo el dos por ciento de sus antiguas comunas. Se levantaron en armas en serio para recuperarlas y lo lograron. De ahí salieron nuestros ejidos y nuestras comunidades agrarias. Pero no le vamos a hincar el diente hoy a filón tan largo, que se está volviendo confuso, además.
Estamos pergeñando figuras de comportamiento económico, en las que los güeritos norteños y nuestros blancos peninsulares de casa, aunque luego se convirtieran en criollos mexicanos, no fueron tan distintos. Voraces, atrabancados, lángaros, piratas pues… Allá y aquí. Nos da luego por querer establecer distingos alejados, con elementos de cultura y comportamientos civilizados, ajenos allá y supervinientes aquí.
Pero luego resulta que los discursos gringos son tan embusteros, refiriéndose a sus propias cosas, como ocurre aquí con los nuestros, aunque aquí ya estemos acostumbrados a nuestros embustes propios. Pero volvamos a los comparativos. Que alguien nos explique el origen del mito idílico del significado del “sueño americano”. ¿Los miembros de nuestras clases dominantes son tan distantes del comportamiento voraz y ambicioso de los jeques gringos? ¿Allá se experimenta un edén y aquí nos atosiga el averno? Más vale que empecemos a abrir bien los ojos, que pongamos las cartas de nuestra cruda realidad sobre el tapete de lo que hemos construido ambos con nuestros dos países, y que actuemos en consecuencia. Le seguimos luego, pues se nos acaba el espacio.