Casi, casi por decreto, las masacres ya habían desaparecido desde el año pasado en el país y ahora han vuelto con la misma o mayor intensidad que en tiempos del llamado, por el actual gobierno, “neoliberalismo”.
Apenas el sábado 27 de febrero, en la marginal colonia metropolitana, Jauja, en el municipio de Tonalá, a un costado de la carretera libre a Zapotlanejo, tuvo lugar uno de los mayores multihomicidios que se recuerden en Jalisco, el de once personas, aparentemente todas de comportamiento pacífico y dedicadas al ramo de la construcción.
La mayor masacre que se recuerde en tiempos recientes ocurrió el 5 de abril de 2015 entre Las Palmas, delegación municipal de Puerto Vallarta, y el puente San Sebastián del Oeste, en donde 15 policías de las Fuerzas de Seguridad Rural del Estado murieron, tras una emboscada en la carretera que va de Mascota al mencionado centro turístico. Entonces, las autoridades atribuyeron el hecho al Cártel Jalisco Nueva Generación.
Ahora, en la matanza de Jauja, nadie se ha atribuido el multicrimen, ni la Fiscalía General del Estado ha señalado posibles causantes. Únicamente se sabe que fue un grupo de pistoleros que agredió a los presuntos albañiles y peones sin motivo aparente. No obstante, no se descarta que hayan sido confundidos, o que entre las víctimas, que se encontraban tomando en la vía pública, haya estado algún pandillero contrario o presunto delincuente y que, por tal motivo, fueron agredidos con saldo aparte de dos heridos, un menor de edad y una señora.
Como haya sido, esta agresión a mansalva solo da en pensar en la grave situación de inseguridad que se vive en toda el área metropolitana y sus alrededores, y, con ella, en el resto de la entidad, en donde frecuentemente también ocurren crímenes de los que muy pocos se enteran, como si existiera un pacto de sigilo para que no se conozcan oficialmente otros delitos que se cometen.
No obstante, lo que demuestra esta situación tan grave es la falta de una estrategia de vigilancia permanente a lo largo y ancho no solo de la zona conurbada, sino de toda la entidad, particularmente en algunas zonas calientes como son Puerto Vallarta, en la costa, y la extensa región de Lagos de Moreno y municipios colindantes con Zacatecas, Guanajuato y San Luis Potosí.
Por cierto, en aquellos lugares también se suceden frecuentes balaceras por la lucha territorial entre cárteles. Aquí viene al caso de Ojuelos, en donde delincuentes que pudieran estar ligados con algún grupo del bajo mundo, el 30 de enero pasado tomaron por asalto una fiesta familiar y despojaron de sus pertenencias a los que ahí se encontraban. Huyeron, pero regresaron y masacraron a siete personas sin que hasta ahora se sepa algo sobre los presuntos matones.
Pero eso no es todo: el 15 de septiembre pasado hubo otro homicidio múltiple cerca del fraccionamiento Villa Fontana, en Tlajomulco, en la que perecieron 6 personas, entre ellas cuatro hombres y dos mujeres. El 10 de febrero, en Tlaquepaque, cinco jóvenes, entre ellos una mujer, fueron prácticamente fusilados en pleno día en la calle central Morelos. Faltaba media hora para las dos de la tarde y ninguna patrulla por el rumbo. Nada se ha vuelto a saber de lo sucedido ahí y cuál o cuáles hayan sido los motivos del artero ataque a los ahora fallecidos, cuyas edades iban de los 18 a los 25 años.
Pero eso no es todo. Jalisco ocupa, desde 2018, el primer lugar en el número de desaparecidos por la fuerza, con un total –desde aquel año y hasta el último día de 2020– de 3 mil 724 personas. Le siguen Tamaulipas, con mil 287; Guanajuato, con mil 252, y Ciudad de México, con mil 228 gentes en manos de la delincuencia organizada o en cementerios clandestinos, según el informe de la Subsecretaría de Derechos Humanos de Gobernación dado a conocer a finales de enero pasado.
A propósito de fosas clandestinas, Jalisco también está en primer lugar en el país, por lo que muchos califican a la entidad como el principal camposanto fuera de ley. La mayor excavación encontrada con cadáveres se ubicó el año pasado en Los Sabinos, municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos, de donde exhumaron 134 cuerpos.
Con esa cantidad, el estado suma ya cerca de 600 restos de desaparecidos, sobre todo en fosas de localizadas en Tlajomulco, El Salto y Zapopan, aparte de la de Ixtlahuacán.
Ante este triste panorama de masacres, aparte de ajustes de cuentas y desaparecidos sin fin aquí y acullá, uno se pregunta: ¿y la autoridad, dónde está? ¿En dónde una estrategia clara y definida en contra de la delincuencia de todo género?
El gobernador Enrique Alfaro se jacta de que hayan disminuido los delitos patrimoniales –y eso es bueno–, pero, ¿qué dice de los crímenes de alto impacto, como el de su predecesor, Jorge Aristóteles; del secuestro y homicidio del empresario Felipe de Jesús Tomé, y del también presunto secuestro de otro empresario en la plaza Andares, entre otros secuestros y ejecuciones menos publicitadas?
Alfaro culpó de todos estos hechos al crimen organizado, porque tales delitos corresponden a la esfera federal; se deslindó y lamentó la falta de presupuestos para hacer frente a la inseguridad pública.
No obstante, tales deslindes poco o nada explican, y menos ayudan para resolver lo que sucede en la entidad que él gobierna. Urge la coordinación con la federación. Urge una estrategia conjunta y, sobre todo, acciones de inteligencia y decisión gubernamental para arrebatar de los malosos el predominio que tienen sobre toda clase de instituciones policíacas.
Ya es tiempo de seguridad, y ésta no se dará mientras no haya entendimiento entre los distintos niveles de gobierno y decisiones determinantes.
Prometía Alfaro combatir el crimen organizado; hoy se deslinda