Miradas
Josefina Reyes Quintanar
Existen montones de adjetivos para describir una mirada, según la escena que quiera ser descrita en cualquier pasaje de una obra literaria. La mirada dulce de una madre, lánguida para un náufrago, seductora para una mujer de la vida galante, pícara para un niño travieso. La mirada del tonto, del loco, del psicópata. Detrás de cada mirada no hay una, sino cientos, miles de historias. Hay algo en las miradas. Gracias a ellas se han forjado multitud de ideas románticas que nutren las fantasías de muchos. Existen las miradas incómodas, miradas que matan, miradas que atraviesan como flechas, miradas vacías. Emociones desatadas a raíz de la mirada de los ojos del ser querido o al observar los ojos perturbados de un forastero.
La literatura medieval describe una sociedad religiosa con un código de conducta lleno de restricciones en el contacto físico y diálogos limitados. Explotó la metáfora de la mirada, que era considerada un medio de contacto directo entre los amantes. Una mirada podía marcar relaciones de poder entre hombres y mujeres, fungiendo uno de ellos la parte de sumisión. Es una manera de desear al otro mediante la observación, mostrando los sentimientos amorosos a través de la atención visual. Cada parte juega un papel de sujeto seductor y objeto deseado. Una simple mirada era iniciativa al amor.
En la historia de la filosofía la vista es uno de los sentidos más discutidos y privilegiados. En el 433 a.C. Sócrates pregunta: ¿Qué cosa habremos de mirar para que nos veamos a nosotros mismos? Y la respuesta es, los ojos. Refiriéndose a la facultad de visión nos dice: “Esa parte es realmente divina y quien la mire descubre los sobrehumano, lo divino, y así se conoce mejor a sí mismo. Mirando a la divinidad, nos servimos de lo mejor y viéndonos en ella, nos conocemos mejor”. Para Aristóteles, entre todas las sensaciones, el placer causado por las sensaciones visuales es el más importante. Y Plotino afirma que “La belleza se da principalmente en el ámbito de la vista”.
En San Agustín, la mirada es “rebajada” a la categoría de tentación. En sus Confesiones la relata como una tentación execrable y llamó al conjunto de experiencias que vemos por los ojos la concupiscencia de los ojos. Otro filósofo que sataniza la mirada es Sartre, quien llamó infernales a los ojos, porque la mirada del otro, según el filósofo francés, me cosifica, me convierte en una cosa.
Siguiendo con la filosofía, la mirada recibió de Nicolás de Cusa una atención especial, al grado de dedicarle una obra completa, La visión de Dios. Este cardenal alemán reflexiona en una imagen del mirar divino y nos invita a una acción inicialmente envuelta en la reflexión metafórica, la contemplación. Nos pone ante la mirada del creador y la mirada de la creatura. La mirada, en este sentido, no es solo una forma de mirar al otro, sino también una forma de ser mirado por otro, el mirar divino. El mirar de Dios ve, crea y ama. Es tanto la acción de Dios que mira, como la acción de los hombres de mirar a Dios. Mirar y ser mirado, una reciprocidad necesaria entre el mirar del creador, que todo lo abraza y envuelve, y las miradas de las creaturas que buscan acercarse al abrazo divino.
Podemos pues vivir a través de las miradas. Con ella podemos comernos algo con los ojos, desnudar a alguien con la mirada, hablar por los ojos, fulminar, censurar, hechizar, alegrarnos, centellear, entrar, condenar y taladrar con la mirada. No en vano Ángeles Mastretta nombró “Mujeres de ojos grandes” a la obra que compila las 35 historias de mujeres sorprendentes.