Mundo y signo
Pseudo Longino
Siguiendo una división semiótica ya clásica, los signos pueden clasificarse en iconos, índices y símbolos. Lo que determina esa diferencia es la relación que guardan con el referente.
Así, por ejemplo, y de manera simplificada, el icono “se parece” al referente. Si se trata de un elefante, un buen icono sería un dibujo de ese elefante. También una fotografía serviría como tal. Un indicio, en cambio, sería una huella o una marca dejada por el animal, como un “efecto” a partir de cual podemos deducir su presencia. Un símbolo sería por lo regular una realidad que por convención, no por parecido o por relación causal, asociamos con ese referente. Por ejemplo, la propia palabra “elefante”, ya sea como signo escrito o hablado, es el símbolo, al menos en español, que más utilizaríamos.
Ahora bien, en el pensamiento cristiano el mundo entero se convierte en un gran signo. Sin entrar en el debate de la iconoclasia (es decir, la aversión a los iconos), Juan Damasceno defendió el uso de iconos para representar la divinidad. Tomando como base la famosa fórmula según la cual los seres humanos fuimos creados “a imagen y semejanza de Dios”, nosotros mismos devenimos iconos de la divinidad. Somos “parecidos” a él. Eso incluye a Jesucristo, que, como Dios hecho hombre, viene a ser un icono de Dios (pues, como ya se dijo, nosotros somos una “imagen” de Él).
Tomando la metafísica platónica y neoplatónica, también nos podemos dar cuenta por qué para el pensamiento cristiano la naturaleza es un signo. Si este mundo, el sensible, es una “copia” o “imita” al inteligible, resulta que también podría ser considerado un icono. Las “copias” sensibles serían signos de las Formas o Ideas del plano inteligible. Sería reproducciones temporales que tendrían como referente entidades eternas.
Los teólogos comenzaron a ver en los seres naturales no sólo iconos de las Formas sino también indicios de la obra divina. Así como un elefante deja una huella con la que nosotros podemos encontrarlo, así Dios dejó todo el universo como una obra maestra, un gran testimonio de su poder. Todo el cosmos es una “huella” suya, un indicio de su existencia y majestuosidad.
Así, nuestro elefante sensible no sólo sería una “copia” de un arquetipo, sino también un testimonio del poder divino. Sería icono y también indicio. ¿Pero también será símbolo?
Quizá ésta es la parte más interesante. Para pensadores como San Antonio, los animales efectivamente serían símbolos, y en varios sentidos. Esto abre la puerta a diferentes interpretaciones. Una bestia sería símbolo de una lección moral y también de una característica divina.
El castor, por poner un caso, era apreciado en la Antigüedad, la Edad Media y aun en la Modernidad por el castóreo, una secreción anal que se utilizaba en la medicina tradicional, la industria de los saborizantes y la perfumería. Según historias ficticias, el animal prefería comerse sus propios testículos antes de ser capturado. De esta manera, el castor, a los ojos de un teólogo, sería un símbolo de la castidad. Eso sería un ejemplo de una interpretación “moral”.
De otra falsa idea, la de que el pelicano alimenta a sus hijos con su sangre, el ave se convirtió en símbolo del sacrificio de Cristo. En este caso, la interpretación sería “mística” o de una característica divina, el sacrificio por la humanidad.
Este método se puede ilustrar con muchísimos ejemplos. Aquí uno sobre el águila:
«(…) cuando empieza a envejecer, su vuelo se hace pesado y su vista turbia. ¿Qué es lo que hace el águila? Busca en primer lugar un manantial de agua pura y vuela allá arriba, al cielo del sol, y quema todas sus viejas plumas, hace que se desprenda la película que cubría sus ojos, y desciende volando hacia la fuente, en la que se sumerge tres veces, renovándose y volviendo a ser joven.
» En cuanto a ti, oh hombre, discípulo de Cristo, cuando el atuendo del hombre viejo te estorbe y los ojos de tu corazón se hayan entorpecido, busca el manantial que renueva la juventud, la fuente de agua viva, que es la palabra de Dios, que dice: “Me has abandonado a mí, la fuente de agua viva”, y vuela a las alturas, hacia el sol de la justicia, Jesucristo, y despójate del hombre viejo con todas sus obras. Y sumérgete tres veces en el eterno manantial de la penitencia, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y vístete con el ropaje del hombre nuevo, según la imagen con la que Dios creó a los hombres; entonces quedará cumplida la profecía de David, y tu juventud se renovará como la del águila».
Si por encima de este mundo sensible hay otro, y si este mundo tiene un creador que dejó huella, tiene sentido que las criaturas simbolicen algo. Cuando los teólogos se enteraban del comportamiento de los animales (aunque fueran leyendas), se preguntaban cuál era el significado de ese comportamiento, de qué sería símbolo, qué quiso decirnos Dios con eso.
El mundo como signo, tanto icono como icono y símbolo, inauguró la disciplina de la hermenéutica, el arte y ciencia de la interpretación. Las bases son metafísicas y teológicas. El material vendría del conocimiento de la naturaleza. Y la finalidad sería encontrar los vestigios y el sentido de la creación.
Al caer esa metafísica platónico-cristiana, nos hemos quedado con este mundo, ya no con el otro. Y entonces los seres sensibles ya no tienen un sentido ulterior. Y eso nos incluye. ¿O será que sí lo tienen? Por lo menos los teólogos cristianos así lo creían y se afanaban en descubrirlo. Para nosotros, a veces, la falta de sentido nos resulta aburrida.