Nietzsche, Foucault y el alma

Nietzsche, Foucault y el alma 

Pseudo Longino

Foto: Especial

Contra el “monismo del alma”, Nietzsche muestra la pluralidad detrás del prejuicio del sujeto como algo unitario, tanto en el proceso de pensamiento como en la voluntad.

En Más allá del bien y del mal, se lanza la pregunta de si es lícito suponer que el proceso de pensamiento tiene un agente, el sujeto, y no es simplemente un proceso impersonal, motivado por un “ello” plural de afectos, emociones e impulsos. El “yo pienso” es sometido a examen como una mera ilusión.

Igualmente, se pone en duda que la voluntad sea uniforme. Habría una distinción entre el volente que quiere, el que manda y el que obedece, así como el que goza en el cumplimiento del acto de volición. ¿Cómo un sujeto volente único podría ser, al mismo tiempo, el que quiere, el que dicta una orden, el que la ejecuta y el que la disfruta?

De manera muy sugerente, Nietzsche niega la unidad del alma, que entiende, más bien, como una “construcción social de muchas almas”, es decir, una asociación de procesos, con la participación, en todo caso, de “subalmas”. El sujeto queda diluido en esa multiplicidad.

En Vigilar y castigar, Foucault, siguiendo estas sugerencias nietzscheanas, desarrolló una conceptualización del alma no ya como ese ente metafísico, esa “esencia” o parte inmaterial que nos da unidad como sujetos, sino, precisamente, como una construcción social, una serie de prejuicios, pero también de normas introyectadas, imaginarios y esquemas de dominio impuestos desde afuera por los aparatos de vigilancia, control y castigo.

El alma es social, en el sentido de que constituye el efecto del aparato de poder en nuestra mente. Desde esta posición, e invirtiendo la noción occidental, platónica y también cristiana de que el cuerpo sería la “cárcel del alma”, Foucault, en un giro radical, habla del alma como “cárcel del cuerpo”, una cárcel interna, alojada en lo más íntimo, como el código que moldea nuestro comportamiento y nuestra corporalidad.

La escuela, la casa, el hospital, el anexo, el psiquiátrico, la cárcel, todos serían espacios en los que el alma se robustece, crece y se hace, desde adentro, del control efectivo de nuestro soma.

¿Dónde queda aquí entonces el sujeto? Si, como propone Nietzsche, puede no haberlo en el proceso impersonal de los pensamientos (que “llegan cuando ellos quieren y no cuando yo quiero”) y, además, la voluntad misma no tendría un centro único y tendríamos una asociación de almas y subalmas, si, en suma, negamos la integridad del sujeto, ¿qué somos?

Si, con Foucault, el alma, nuestra “esencia”, lo que realmente “somos”, es un producto social con objetivos de control, vigilancia y castigo, todo regido desde las estructuras de poder, ¿qué queda de “nosotros”? ¿Qué queda de ese orgulloso “yo”?