Nietzsche y Schopenhauer

Nietzsche y Schopenhauer

Pseudo Longino

En “El origen de la tragedia” y otras obras tempranas, Nietzsche muestra la influencia schopenhaueriana. Detrás de lo múltiple aparente estaría la unidad de la voluntad. El individuo sería una minúscula y efímera manifestación de ese todo eterno. El antropocentrismo moderno y occidental se ve impugnado por esta propuesta ontológica, con influencia oriental, particularmente hindú y budista.

Schopenhauer llegó a una ética de la renuncia, en la que el individuo tendría como objetivo anular el deseo, apagar la voluntad en sí y llegar a una versión filosófica del nirvana. Sólo así, el ser humano se afirmaría en la compasión, oponiéndose a la tendencia avasallante de la voluntad en él, que tiende a propagarse de forma irresistible.

Nietzsche desarrollará ideas que se apartan de esta ética. La voluntad de Schopenhauer será entendida como voluntad de poder, también tumultuosa, pródiga, poderosa. Pero no cognoscible, no accesible a esa “certeza inmediata” de Schopenhauer, ni a esa intuición interna e intelectual que, desde Fichte, se había convertido en herramienta privilegiada de conocimiento.

La voluntad de poder de Nietzsche, como naturaleza, es contenido y también forma. Se desborda en lo individual y también “asciende” hacia las creaciones espirituales. El ser humano vendría a ser un producto de la voluntad de poder, que además sigue actuando a través de él, es el “ello” que desea, que también crea normas morales, parámetros estéticos y sistemas filosóficos.

Hasta aquí podría parecerse a la voluntad de Schopenhauer. La diferencia es que Nietzsche no propone oponerse a la voluntad para alcanzar una imperturbabilidad o una iluminación libre del deseo, sino que se trataría de reconocer que la misma voluntad de poder, por ejemplo, en la moral, tiende al dominio y a fijar sus creaciones como absolutas.

Pero ella misma, como tumulto infinitamente creativo, genera la tendencia opuesta y se reconfigura con nuevas expresiones que movilizan y relativizan aquellas otras expresiones suyas cristalizadas.

Nietzsche llega aquí a una especie de dialéctica, en la que se enfrentarían unas y otras creaciones de la voluntad de poder, como las tablas de valores morales. Si el cristianismo, quizá, alguna vez representó una modalidad creativa y móvil de la voluntad de poder, después, al absolutizarse, al pretender salir de la historicidad, se trocó en un sistema de valores dominantes.

Toca entonces al filósofo relativizar la moral cristiana, desde el “perspectivismo”, es decir, desde el reconocimiento (que sería trágico) de que las tablas de valores, pero también los esquemas epistemológicos, son sólo versiones espirituales que, en última instancia, provienen de ese fondo oscuro, no racional, de la voluntad de poder.

Esta hipótesis le ha permitido a Nietzsche emprender una crítica radical de la filosofía, de los valores morales y de todo lo que se presenta como puro, impoluto, desinteresado, pulcramente racional, etéreo. Detrás de esas creaciones espirituales él sospecha el rastro de los impulsos, las compulsiones, los afectos, los deseos y, en suma, la voluntad de poder en grado básico.

No propone el filósofo una negación de la voluntad de poder, sino, antes bien, su afirmación, desde el perspectivismo, tomando partida por las corrientes de esa misma voluntad de poder que arrastran, resquebrajan y derrumban las estructuras de dominio que se han originado también de sí misma.

Esto da a la filosofía de Nietzsche un carácter trágico: de manera consciente el filósofo sabe que su tarea crítica es, ella misma, otra perspectiva, no absoluta, que, en algún momento, también podría cristalizarse en estructura de dominio y tendrá, entonces, que ser relativizada, en un proceso sin fin.

El perspectivismo trágico de Nietzsche llama a la acción, no a la pasividad. Y la crítica hacia Schopenhauer sería un primer ejemplo de cómo la voluntad de poder, en su tumulto, inmediatamente genera las olas y las tormentas que azotan lo que ya parecía un logro permanente.