Nuestros intelectuales reprobados

Nuestros intelectuales reprobados

Juan M. Negrete

Decimos que nos causa admiración, aunque la verdad dicha, ya debería pasarnos desapercibida esta falta de definición política clara de la clase intelectual mexicana, si es que se le pueda calificar de tal. Esta reflexión proviene del hecho dado a conocer esta semana apenas del nombramiento que recibirá Ricardo Villanueva Lomelí, actual rector de nuestra UdeG, para pasar a colocarse en la SEP como subsecretario de educación superior, o como se le denomine a tal dependencia, cosa que da lo mismo.

Lo que importa del dato presente es que se le paga con este nombramiento un favor político. Los ciudadanos de a pie, pertenezcamos a la tribu udegeísta o no, no encontramos explicación satisfactoria de tal erogación. Aparte de no distinguirse este personaje con méritos académicos de nota, tampoco se sabe de alguna hazaña concreta que haya realizado en los últimos años, como para merecer saltar a pasarela política tan destacada, como viene siendo la coordinación de las universidades públicas del país. ¿O habrá de ocuparse también de las instituciones de educación superior (IES) que controla la IP? Ya lo veremos.

Decimos que no debería extrañarnos este paso. Si nos damos una vueltita por el ancho mundo de nuestra historia, nos encontraremos con un ejemplo muy prístino de bamboleo en las altas esferas en dichos renglones. Una vez que parecía que se consolidaba el triunfo de las masas armadas en 1914, los cabecillas triunfadores convocaron a una famosa convención, la de Aguascalientes, para poner orden en los objetivos a que se atendría la revolución triunfante.

Estuvieron presentes los líderes o cabecillas del conflicto, que parecía concluir. Los más importantes fueron Francisco Villa, Emiliano Zapata y Venustiano Carranza. Éste último prefirió no asistir y envió como su plenipotenciario a Álvaro Obregón, quien estampó su firma, junto con todos aquellos próceres, en el blanco del lábaro patrio. Un acto con el que se comprometían todos a respetar los acuerdos tomados y a conducir su vida política futura de acuerdo a tales consignas.

Lo primero que hizo Álvaro, se supone que por instigación u orden de su jefe Venustiano, fue atracar al grupo encargado de cuidar la bandera con las firmas de los caudillos y apropiarse de ella. ¿Dónde la escondió? Habría que preguntarles a los historiadores, que parecen siempre estar de acuerdo en defender los actos de este cabecilla. Acto seguido, la facción constitucionalista, que era el bando de Venustiano, desconoció a Eulalio González, designado como presidente provisional por la convención, y declararle la guerra a los demás bandos, que no estaban dispuestos a plegarse al carrancismo.

Todo esto es más que conocido. Pero el hecho por resaltar aquí y ahora es el dato de que la famosa convención designó como responsable del renglón educativo de la revolución a José Vasconcelos. Y con ese carácter tomó posesión nuestro ilustre antepasado letrado de dichas oficinas. Llegaron a la ciudad de México, la capital del país. Es famoso el ingreso tan temido de las huestes zapatistas, que desfilaron con orden y respeto por las calles de la gran ciudad capital.

Pero mal tomó las instalaciones el gobierno revolucionario, cuando tuvieron que abandonar la ciudad, porque la amenaza del carrancismo incumplido desató de nuevo la guerra civil, ahora como guerra de facciones, hasta que echaron de la silla a los nombrados por la convención de Aguascalientes y se sentaron ellos en el poder.

Para admiración de quienes lo quieran saber, ya en 1920, cuando Obregón se sentó en la silla presidencial, nombró como su secretario de educación justo a José Vasconcelos, quien había ostentado el mismo puesto cuando se instalaron en el poder los nombrados por la convención de Aguascalientes, ahora derrotada. ¿Con qué cara ejercía el mismo puesto un personaje que llegaba de las filas opuestas? Como dicen que respondió Díaz Ordaz a unos de los que le cuestionaron esto mismo: “Con la única que tengo”.

El de Vasconcelos no sería el único caso por mostrar. Podríamos revisar a personajes hasta demasiado manidos en nuestro transcurrir más o menos moderno. Venirnos despeñando con hombres que hasta cuya obra inspira respeto, como Octavio Paz. Pero dejemos este ejercicio de onanismo literario que nos conduce tan sólo a yermos estériles.

Lo que se busca por aquí es la difícil tarea de encontrar los méritos de un personaje como Villanueva, como digno de recibir un nombramiento de esta laya. Y tal vez no haya que buscar tales ardites en su persona misma, sino en el papel que ha jugado siempre y que sigue jugando nuestra universidad estatal con los bloques del poder nacional establecido. Tal vez por ahí encontremos una hebra explicativa satisfactoria.

Nuestra benemérita y bicentenaria UdeG siempre ha sido oficialista, aunque la carguen los pingos. Empezó siendo cardenista y esto se le aplaude desde estos humildes renglones. Mas lo impensable ocurrió. Pronto abandonó sus convicciones cardenistas, para formar parte de los bloques alemanistas. Cuando el conflicto universitario nacional en las álgidas jornadas del 68, la administración udegeísta fue abiertamente diazordacista. Hasta aprobó la masacre de la noche de Tlatelolco.

Con los años, ni se ruborizó en abrazar la traición de neoliberalizar nuestra economía con Salinas de Gortari. Se puso como pionera para convertir a nuestro bello país en danzante epónimo en la muda universitaria. Ahora nos resulta obradorista, a pesar de que Obrador siempre se expresó pestes del ícono de esta política desleal y oportunista de la UdeG, Raúl Padilla. Habrá que decir entonces que Villanueva no ha de ser identificado como obradorista, sino como claudista pues. ¿Resolverán así el lío de estas conformaciones tan extrañas? Lo veremos.