Oficialés o lenguaje burocrático

Publicado el

Juan José Doñán


Hablaba hasta cuando no tenía nada que decir.

Thomas Bernard

 

Desde hace mucho tiempo asistimos a una proliferación contaminante del lenguaje desde las esferas oficiales y también desde el discurso (hablado y escrito) de militantes extremos de la corrección política. Este tipo de jerga, que se estila en el mundillo burocrático y en el ámbito público, infortunadamente se ha ido extendiendo a diversas parcelas de la vida social. Dicho lenguaje o sublenguaje, conocido con el nombre de ​oficialés​, consiste en una jerga hecha a base de seudoelegancias lingüísticas, con una formulación intencionalmente solemne, a veces pomposa, con giros rebuscados, borucas o palabrería vacua y para colmo con términos mal entendidos y usados de manera equivocada.

Conviene, sin embargo, tratar por separado el caso del lenguaje presuntamente reivindicativo, del cual nos ocupamos en el último apartado de este escrito, y de la jerga burocrática u ​oficialés.​

Este último comúnmente no se usa para comunicar, sino para la demagogia, para que alguien pueda irse por las ramas o, lo que es lo mismo, para el escapismo a la hora de rendir cuentas y para echar ​rollo​ a destajo, es decir, para hablar mucho y decir poco, o sencillamente para no ir al grano, sino para evadir asuntos que son cruciales y delicados para una persona o para muchas.Lo más grave de todo ello es que esa jerga lingüística ha ido contaminando otras esferas sociales y mentales, comenzando porque los ​rollos​ y las declaraciones de los funcionarios afectos y adictos al ​oficialés​ no sólo son reproducidos (es decir, multiplicados) por los medios masivos de comunicación, sino porque cada vez con más frecuencia conductores de la radio y la televisión, así como no pocos practicantes del periodismo escrito, han terminado adoptando también, en mayor o menor medida, ese mismo lenguaje.

Entre las solemnidades o la modalidad pomposa del ​oficialé​s está, por ejemplo, decir que equis funcionario federal ​arribó​ en lugar de decir simplemente que ​llegó​, o rebautizar el nombre de una dependencia estatal como la vieja Secretaría de Obras Públicas, la cual fue conocida de esta forma durante muchas generaciones, para en el caso de Jalisco llamarla ahora, de manera redundante, Secretaría de Infraestructura y Obra Pública, con el agravante de incurrir también en una grosera falta de concordancia, pues al ser tan ​pública la ​infraestructura​ como la ​obra ​en dicha dependencia gubernamental, debería ser adjetivada en plural, es decir, que en todo caso debería llamarse Secretaría de Infraestructura y Obra Públicas. Y esto mismo vale para otras dependencias oficiales como sería, en el caso de la administración pública jalisciense, de la llamada Secretaría de Desarrollo e Integración Social, pues al ser tan ​social​ el ​desarrollo​ como la ​integración​, el nombre correcto de esta otra dependencia debería ser Secretaría de Desarrollo e Integración Sociales.

Entre las muchas palabras malentendidas por las personas afectas al ​oficialés​, palabras que se repiten irreflexivamente una y otra vez, se encuentra el verbo ​festinar​, y al cual sus desaprensivos usuarios emplean de manera equivocada como sinónimo de festejar o de celebrar, cuando ​festinar​ significa algo muy distinto: activar, apresurar, acelerar, precipitar… Pero como a los adictos al lenguaje pomposo ​festinar​ les suena más elegante y catrín que festejar o celebrar, pues muy quitados de la pena dicen, por ejemplo, “festinar la destacada participación de Jalisco en los Juegos Centroamericanos y del Caribe”, aun cuando con ese dicho no celebren, sino apresuren o precipiten, la participación de los atletas del solar.

Un caso parecido de este mismo lenguaje ampuloso y falsamente elegante (“elagantioso” lo llamaba el gran filólogo jalisciense Antonio Alatorre) es el empleo de ofertar​ en lugar ofrecer, cuando lo que originalmente significa ​ofertar​ sería hacer una rebaja de precios o dar algo a un menor costo de lo habitual. De esta manera, termina siendo ridículo que un dirigente universitario diga, por ejemplo, que “la Universidad de Guadalajara oferta [¿abarata?] equis cantidad de plazas para alumnos de primer ingreso al bachillerato”.

Otro ejemplo, en este sentido, es pretender que la palabra ​adolecer​ sea equivalente a carecer​, cuando lo que realmente significa es ​padecer​, de suerte que también es risible que equis funcionario de una organización proempresarial llamada Mexicanos Primero diga que “la educación pública en México sigue adoleciendo de calidad”, como si la calidad fuera algo que se padeciera y, por otra parte, como si la educación privada en nuestro país, a diferencia de la pública, fuese la encarnación misma de la excelencia académica.

Un equívoco más en el ​oficialés​ de nuestra comarca y del país entero es el empleo de ​truculento​ como sinónimo de tramposo, cuando truculento significa otra cosa: cruel, atroz, despiadado, sádico…

Otra incorrección no menos frecuente es emplear como pronombre relativo el adjetivo de identidad ​mismo​ o ​misma,​ cuyo significado preciso es, según el diccionario canónico (el de la RAE), “exactamente igual” y “no otro u otra”. Un ejemplo de esta incorrección se da cuando alguien dice o escribe desaprensivamente: “el ingeniero fulano de tal, ​mismo​ que es autor de una importante obra histórica”; cuando lo correcto sería decir “​quien ​o​ el cual​ es autor de una importante obra histórica”.

Esta pifia la cometen incluso personas que pasan por enteradas y una de las cuales, por cierto, fue nombrado “miembro correspondiente” de la Academia Mexicana de la Lengua (AML). Se trata del señor José María Muriá, de quien basta con leer cualquiera de sus escritos y revisar su historial profesional para concluir que está muy lejos de ser una autoridad filológica o siquiera alguien competente y confiable en materia gramatical, por lo que el motivo de su nombramiento como “corresponsal” de la AML obedece más a relaciones públicas o ​cuatachismo​ que a una verdadera competencia profesional en el idioma de Cervantes, competencia que sí tuvieron varios de los jaliscienses que lo precedieron en ese nombramiento más o menos inocuo de ser “miembro correspondiente” de la AML. Tal fue el caso de Adalberto Navarro Sánchez, Alfonso de Alba Martín y, entre otros, Ernesto Ramos Meza y su tocayo Flores Flores.

Por lo demás, no deja de ser significativo el hecho de que el más importante filólogo mexicano (el ya mencionado Antonio Alatorre) rechazara una y otra vez las invitaciones para que formara parte de la AML. Y ello tal vez porque el autor de ​Los 1001 años de la lengua española​ consideraba que, como solía repetir el personaje más conocido que representó el actor Arturo de Córdova, la AML en realidad “no tiene la menor importancia”.

Una pifia de otro jaez, pero igualmente común en el ​oficialés​ mexicano, es la expresión “sentarse en la mesa”, en lugar de “sentarse a la mesa”, cuando alguien se quiere referir a la búsqueda de un acuerdo entre distintos interlocutores. Es obvio que donde hay que sentarse es ​en​ la silla o ​en​ las sillas, y no ​en​ la mesa, sino ​a​ la mesa. Y no sólo por urbanidad y buenos modales, sino porque las sillas son más cómodas, como que fueron concebidas precisamente para que la gente se siente en ellas.

Otro cliché muy sobado o repetido entre ciertos adictos al ​oficialés​ es la frasecita “al final del día” y con la cual lo que realmente se quiere decir es “a fin de cuentas” o sencillamente “en conclusión”. Uno más es usar el adjetivo ​literal​ como adverbio, prescindiendo de manera errónea del sufijo ​mente​. Asimismo, es una equivocación emplear reestructura​ (conjugación en presente de indicativo de la primera persona y también de la tercera del singular) como sinónimo del sustantivo reestructuración​.

Pero entre las muchas manías nacionales y locales del ​oficialés​ tal vez ninguno supere al del uso abusivo –y en la mayoría de los casos incorrecto– del término ​tema​, y al cual sus desaprensivos usuarios han acabado convirtiendo en una especie de palabra comodín que se repite a propósito de casi todo. Entre esos usuarios excesivos, abusivos o perezosos se encuentran lo mismo funcionarios públicos y políticos de toda laya que dirigentes empresariales, representantes de casi cualquier gremio, locutores, reporteros, comentaristas u editorialistas, presuntos “líderes opinión” (¡órale!) o dizque analistas políticos y hasta no pocos académicos o dirigentes ídem, e incluso escritores de ficción, en teoría, escritores profesionales.

Todos ellos han venido abusando, ya sea por pereza mental, por ignorancia, por vocación demagógica o por imitación extralógica de la tan llevada y traída palabrita ​tema​; de tal suerte que se la utiliza como sinónimo de muy diversos conceptos, los cuales, en la mayoría de los casos, poco o nada tienen que ver con el significado que el diccionario y nuestra tradición lexicográfica le asignan a la palabra ​tema​: “Proposición o texto que se toma por asunto o materia de un discurso”, es decir, ​tema​ es sencillamente “de lo que trata algo” o del asunto central de equis cuestión.

Sin embargo, los adictos al ​oficialés​ usan ​tema​ como equivalente lo mismo de asunto​ y ​materia​ que de ​problema​, ​caso,​ ​área​, ​cuestión​, ​aspecto​, ​rubro​, ​deficiencia​, ​tópico,​ dificultad​, ​proyecto,​ ​discusión,​ ​disputa,​ ​punto,​ ​componente​, ​agenda​, ​capítulo​, ​pendiente,​ prioridad,​ ​formato​, ​modalidad,​ ​carencia,​ ​noticia,​ ​fin​, ​propósito​ u ​objetivo​ y un largo etcétera. Y sin reparar en el hecho, hay que repetirlo, de que la mayoría de esos impostados sinónimos nada tienen que ver con el significado real del ​tema​. Pero es tanto lo que se abusa de ese término, tanto por parte de personajes públicos (no sólo políticos, sino incluso gente de la farándula) como de muchas personas con acceso frecuente a los medios masivos de comunicación que, si en algún momento se proscribiera el uso de la palabra ​tema,​ de seguro serían legión quienes se quedarían mudos, sin nada que decir o escribir.

Un buen ejemplo de ello lo dio quien, en su momento, fuera el director del Comité Deportivo de Jalisco (André Marx Miranda), durante el gobierno del finado Aristóteles Sandoval (2013-2018). Dicho funcionario dijo en una ocasión que no era seguro que el gobierno del estado –del cual él formaba parte– les fuese a otorgar una gratificación económica a los atletas jaliscienses que habían obtenido medallas en los Juegos Centroamericanos y del Caribe, y ello, según sus propias palabras, “por un ​tema presupuestal”. Ahora sí que, como solía decir el vocero presidencial de Vicente Fox (Rubén Aguilar), lo que el señor Marx Miranda quiso decir con “un ​tema​ presupuestal” es “falta de dinero” o, recordando el famoso pochismo que en cierto momento utilizó el entonces presidente Ernesto Zedillo, quien se excusó de comprarle algo que le ofrecía una indígena otomí, aduciendo: “No traigo ​cash”​.

Un caso diferente es el de la ahora muy repetida frase eufemística “zona de confort”, con la que se quiere decir que alguien con determinadas aptitudes es conformista, autocomplaciente, poco esforzado o de plano perezoso, al empeñarse en no salir de dicha “zona”, al no hacer ningún esfuerzo para superarse y aprovechar debidamente sus capacidades, su talento y, por lo mismo, en no dar lo mejor de sí mismo.

Más común todavía es una frase equívoca que se repite ​ad nauseam​: “ofrecer disculpas” en lugar de “pedir disculpas”. Si ​disculpar​ es perdonar o pasar por alto una ofensa cometida por alguien que se siente y se declara culpable de haber incurrido en esa falta, cometida en agravio de equis persona o personas, entonces ese alguien no debe “ofrecerles” a sus ofendidos que lo liberen de la falta cometida, sino “pedirles” –se sobreentiende que con arrepentimiento y después de un acto de contrición– que no sean demasiado severos y lo disculpen, absuelvan, dispensen, perdonen… por dicha falta.

Todo esto es lo que provoca la afición desmedida al ​oficialés,​ una modalidad lingüística concebida para echar ​rollo​, para la demagogia y para andarse por las ramas, así como para incurrir en no pocos equívocos, exhibir falsas elegancias, pedanterías, rebuscamientos y hasta ridiculeces, y no para nombrar a las cosas por su nombre y llamarle al pan, pan y al ​bimbo​, ​bimbo​.

A riesgo de ser machacones, no está demás insistir en que lo más grave del ​oficialés es que, a diferencias de lo que ocurre con otras jergas lingüísticas, sus vicios e incorrecciones (sus virtudes habría que buscarlas con la lámpara de Diógenes) se extienden a diferentes ámbitos sociales, comenzando por el de los medios masivos de comunicación, los cuales a su vez multiplican entre sus audiencias esos vicios e incorrecciones y con el agravante de que, a quererlo o no, dichos medios terminan dándole carta de legitimidad a esa retahíla de pifias, fallas, yerros, despropósitos…

Los ejemplos de este sublenguaje –a base de palabras, expresiones y giros empleados incorrectamente en nuestro país– que el mundillo burocrático ha ido construyendo se podrían extender hasta donde dé la capacidad del recolector de pifias lingüísticas de esta naturaleza y hasta donde lo permita la paciencia de las personas interesadas en ellas. Pero como no hay ningún ánimo exhaustivo en quien esto escribe, queden por ahora los casos antes consignados con el propósito de referirnos, aunque sea brevemente, de algunos de los estropicios lingüísticos más comunes lo mismo entre activistas sociales que entre militantes de las más diversas causas reivindicativas.

Lenguaje y corrección política

A quererlo o no, la justa reivindicación de los regateados derechos de las mujeres ha traído consigo algunos excesos y no pocas pifias en uso del leguaje que suelen hacer no pocas feministas extremas, quienes suelen calificar califican abiertamente a ese lenguaje de “machista”, por lo que están convencidas de que debe ser sometido también a una presunta equidad de género.
Así, por ejemplo, según esta tendencia lo correcto ya no sería decir “los alumnos de bachillerato”, sino “las y los alumnos de bachillerato”, aun cuando en casos como el anterior, por una antiquísima convención idiomática o por un uso histórico de nuestra lengua, el artículo ​los​ comprende por igual a hombres y mujeres. En nuestro país, no muy distinto es el caso del vocativo ​mexicanos​ en la letra del ​Himno nacional:​ “Mexicanos, al grito de guerra…” Atendiendo esa presunta lógica reivindicativa, ¿debe ser cambiada la letra de la canción de la patria y, con un ánimo “incluyente”, reescribir el primer verso para que quede en “Mexicanas y mexicanos, al grito de guerra…?

Y ya encarrerados y “encarreradas”, habría que seguir con la reescritura de textos clásicos, tanto de la literatura canónica como de la lírica popular. Así, por ejemplo, en el terceto monorrimo de ​La suave patria​ que a la letra dice “Al triste y al feliz dices que sí,/ que en tu lengua de amor prueben de ti/ la picadura del ajonjolí”, habría que corregirle la plana a Ramón López Velarde, de quien este año se cumple un siglo de su muerte, a fin de que sea explícitamente “incluyente”, modificar el primer verso para que diga “A las y los tristes, así como a las o los felices dices que sí…”, aun cuando con ello se volatilice la lírica y se descomponga el poema. ¡Y todo por querer cumplir con una presunta corrección política!

Con esa misma corrección se ha incurrido igualmente en feminizaciones innecesarias como, por ejemplo, decir y escribir “la presidenta”, en lugar “de la presidente”, pues en español los sufijos ​ente​, y ​ante​ no son masculinos, sino genéricos, es decir, son indistintamente femeninos y masculinos, en la medida en que se trata de participios activos que lo mismo funcionan como adjetivos que como sustantivos: ​estudiante​, ​convaleciente​, durmiente​, ​paciente​, ​oyente​, ​pudiente,​ ​almirante​, ​pensante​, ​votante…​ Y salvo que alguien pretendiera ser políticamente correctísimo, nadie no llegaría hasta el extremo de hacer el ridículo, diciendo “la estudianta”, “la convalecienta”, “la militanta” o “la bella durmienta”. Tampoco ningún ginecólogo o ginecóloga presumiría tener “muchas pacientas”. ¿Entonces por qué ​presidenta​ y ​tenienta​ y ​contribuyenta​? Y en materia de gentilicios, venturosamente hasta ahora a nadie le ha dado por hablar de “la jalisciensa”, “la hidalguensa”, “la guerrerensa” o, peor aún, de “la colimensa”.

Que se sepa, hasta ahora ningún hijo de Adán se ha quejado porque no se repete su condición de varón por obligársele a que acepte el sufijo genérico ​ista​ o ​ía​ –con terminación en ​a,​ y no en ​o​– para nombrar ciertos oficios, independientemente de que quien los realice sea hombre, mujer, transgénero o quimera.

Sería ridículo escuchar a un fulano –irritado o cegado por un ignorante celo supramachista, al considerar erróneamente que la terminación ​ista​ o ​ía​ es femenino– exigiendo que se le reconozca como “taxisto” o “pianisto” o “electrisisto” o “tenisto”, “maquinisto” o “dentisto” y, ya encarrerados, pues hasta “policío”. Ningún varón llegaría al extremo de reivindicar tamaño despropósito, en aras de un lenguaje “machisto”. ¿O sí?

Otro desfiguro no menos risible es el de querer incluir ambos géneros utilizando el signo de arroba (@) o la letra ​equis e​ n artículos, sustantivos y adjetivos. Así, por ejemplo, queriendo decir en una sola palabra la expresión “todas y todos”, hay quienes escriben tod@s​ o ​todoxs,​ una práctica anómala que se ha extendido a casos como ​bienvenid@s​ o bienvenidxs,​ ​mexican@s y mexicanxs​, etcétera.

No hay que confundir la gimnasia con la magnesia, pues una cosa son las muy respetables reivindicaciones (sociales, políticas, laborales, estudiantiles, profesionales…) de las mujeres y, otra muy distinta, estropear el lenguaje en aras de ello, llegando al extremo de querer hacer cómplices a la lengua y al habla de una presunta discriminación femenina desde la historia y la evolución del idioma.
En conclusión, no todo el que chifla es arriero. Y siempre conviene tomar con las reservas necesarias y con la debida cautela a las personas afectas a querer reivindicar derechos de género (presuntos o reales) deformando el lenguaje, o a querer impresionar al prójimo con el ​oficialés,​ ese jerga artificiosa y ampulosa, hecha a base de palabras seudocatrinas y para colmo mal entendidas, así como de giros verbales que con mucha frecuencia no pasan de ser vil cursilería, cuando no ridiculeces e incluso mamonerías. Y lo mismo vale para las “propuestas” (más bien ocurrencias) hechas y concebidas desde una corrección política muy poco reflexiva.

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