Operación de cirugía mayor
Juan M. Negrete
Ya empezaron los registros para precandidatos a la disputa por los puestos de elección. La tómbola es más que amplia. Con el banderazo, las campañas abiertas están a la vuelta de la esquina. Aunque, con todas las veleidades y tules por cubrir, ya transitamos más de medio año en estas danzas. En el discurso oficial se nos dice que han sido operaciones de otra naturaleza. De manera que andamos entre las brasas, pero aún no nos quemamos. ¡Qué cosas!
No deberían extrañarnos estos sinsentidos. Para el mundo jurídico tan similar a la narrativa oficial, hay que establecer parámetros y respetarlos. Se busca encorsetar la realidad, aunque desnaturalice lo que vemos y metabolizamos. Los viejos, más avisados que nosotros, nos advertían que no se le podían poner puertas al campo. Pero no entendemos. Así nos ha ido.
Vemos, por ejemplo, que todo mundo anda encarlangado en definirse por votar atinadamente para el puesto del poder ejecutivo federal. El partido oficial, o sea Morena, ya tiene su candidata bien definida y no sólo eso. En el rejuego de las encuestas, la señora Claudia Sheinbaum rebasa todos los pronósticos de triunfo. Si no cambian las tendencias de forma tajante, ella ocupará la famosa silla en disputa. Es juego que parece ya definido. Dentro de las apuestas, una tal Xóchitl y un tal Samuel se harán garras por el segundo o el tercer puesto, que para sentarse en la silla no significa nada. Nada significa porque la titularidad del poder ejecutivo la ocupará uno solo de los contendientes. Son las reglas.
Pero por aquí hay que empezar a meter el bisturí. ¿Cómo está eso de que la elección central a la que nos entorilan a todos los ciudadanos define a una sola persona para un solo puesto y. ya en los hechos, el ganador no puede hormar bien el zapato del poder? Expliquémonos.
El que gana la titularidad del ejecutivo llega a ocupar la silla, desde la que se toman las decisiones fundamentales. Eso todos lo sabemos. Nos lo enseñan los papeles o los libretos de tales montajes. Pero en los hechos nos damos unos frentazos inesperados. Salen de las oficinas de la presidencia dictámenes, acuerdos o decretos, lo que sea, y de donde menos se piensa salta la liebre. Unos señores togados les meten zancadilla a las tales decisiones y las tornan simple letra muerta. Y ni para dónde hacerse.
Pero ya no hablemos de las meras decisiones tomadas desde los espacios del poder ejecutivo. Vemos o sabemos que, en el poder legislativo, los ocupantes de las curules (que también pasan por el requisito de la elección popular) votan dictámenes y cambios de ruta en uno u otro sentido. Disputan, debaten, se desgarran las vestiduras, se mientan la progenitora y más cosas. Al final llevan la disputa al veredicto de las urnas internas y lo que la mayoría de ellos dispuso es lo que se aplicará. En eso quedan.
Pues nada. Otra vez los togados meten la cuchara y, así como le nulifican o distorsionan sus decisiones al poder ejecutivo, ponen a las decisiones legislativas también en el banquillo de la espera o de la nulidad. No se trata pues de una rareza, de vuelcos metafísicos que nos vienen de otro mundo. Estamos ante indefiniciones y confusiones bien asentadas en los papeles y en los documentos que nos rigen.
Porque lo más interesante de todos estos bretes viene a ser que los señores togados, con todo el poder de frenar o de modificar de rumbo al país, son un poder también. Pero un poder que no pasa por el veredicto de las urnas. A ellos no los elige el pópolo, es decir, los simples ciudadanos que somos la gran mayoría. Con el juguete de las elecciones nos hacen concurrir a las urnas, dizque para que definamos a quiénes queremos que ocupen la silla presidencial y las curules. Así los hacemos, a los ganones del sainete, responsables de las decisiones públicas, las que nos afectan a todos. Elegimos pues a los titulares de los poderes, menos a los gnomos que se visten ridículos con toga y birrete y que son los que, al final de todos los cuentos, manejan la varita de virtud e imponen lo que su santa y regalada gana dispone.
¿No estamos lucidos? ¿No que la soberanía reside en última instancia en el pueblo? Tenemos que ordenar la casa y asentar no sólo las reglas, sino los hábitos fácticos. Se impone pasar a realizar una operación de cirugía mayor, que no podemos posponer por más tiempo. Y no sólo transparentar los mecanismos de ingreso, promoción y permanencia en los sillones del poder judicial, sino tan sólo empezar por ahí. Porque tras esta revisión hemos de meter a serio análisis la estructura de los poderes, no sólo la del judicial.
De tal asignatura escuchamos muchas lecciones por los días que corren. Pero ¿nos entretenemos en sacudir la utilidad pública de los partidos políticos o los dejamos que sigan funcionando como lo hacen? Se viene la remoción del poder legislativo en pleno. De quinientas plazas ocupadas, 450 se inscribieron ya para ser reelectos. ¿Pasó la reelección alguna prueba de plebiscito?
¿Así disfrutamos acaso la salud pública de la que gozamos? Ya no hablemos de las senadurías que son materia de cambio y recambio en los jaloneos de las fuerzas desatadas por llevarse las ventajas electoreras en disputa. ¿No será conveniente meterle en serio la lupa no sólo al poder judicial, sino a todo lo que tenga que ver con el jaleo de estas zambras? Algún día hay que hacerlo y por algún lado habrá que empezar.