Opinión: Echeverría y la traición de las palabras 

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Por Ernesto Castro

Dejando fuera la etapa del porfiriato, no existe en la política mexicana un personaje que se haya cimentado más tiempo en el poder que Luis Echeverría Álvarez. Como secretario de Gobernación, cubrió casi en su totalidad el sexenio de Díaz Ordaz, que sólo abandonó un corto periodo de “campaña” para después subir a la silla presidencial otros seis años.

Doce años ostentando los puestos más altos del sistema político mexicano no son nada despreciables ni parece que alguien más, hasta ahora, haya repetido ese adictivo privilegio de estar en el poder. Aunque muchos lo hayan intentado.

Estamos hablando de una participación del 16 por ciento dentro de los 75 años continuos que el Partido Revolucionario Institucional surtió de huéspedes Los Pinos. Durante esos 12 años, México sufrió importantes transformaciones, muchas de ellas traumáticas que todavía no sanan del todo. La represión juvenil, el golpe a la libertad de prensa, las desapariciones de personas por motivos políticos y la crisis económica son tal vez las más perdurables.

Ahora, el expresidente más longevo de México, quizá postrado y rodeado de sus familiares cercanos, ha recibido en vida los dificultosos 100 años que la mayoría de quienes habitaron y habitan este país, que tanto le dio al político, no logra cruzar.

Echeverría fue un político locuaz y formal, de esos que estaban en el lugar adecuado, a la hora adecuada, con el discurso adecuado –que no lúcido; de él, Daniel Cosío Villegas, en su libro El estilo personal de gobernar, escribió: “De hecho, se tiene la impresión de que para Echeverría hablar es una necesidad fisiológica cuya satisfacción periódica resulta inaplazable”– y ante el hombre adecuado. Un político producido en serie por el entonces poderoso e infalible partido tricolor.

Es Cosío Villegas quien hace una amplia antología de deslices discursivos y los desaciertos léxicos de nuestro hombre en los primeros tres años en “la Silla”. Sin aspavientos, nos dice: “Puede considerarse como imposible que un hombre, así sea de singular talento, de cultura enciclopédica y con un dominio magistral del idioma, pueda decir todos los días, y a veces dos o tres al día, cosas convincentes y luminosas. En este caso particular resulta mucho más remoto porque la mente de Echeverría dista de ser clara y porque su lenguaje le ayuda poco”.

Y continúa: “tiende a expresarse en párrafos larguísimos, de quince o veinte líneas sin más respiro que un par de comas. Además, están plagados de oraciones incidentales explicativas que diluyen la fuerza que sin ellas podría tener el pensamiento principal. Por último, dañan sus expresiones el frecuente uso equivocado de las preposiciones”.

Quizá la frases más desfavorable y más conocida que le debemos al centenario personaje sean: “Ni nos beneficia ni nos perjudica, sino todo lo contrario”, cuando le preguntaron sobre la importancia de la cercanía con Estados Unidos y su estrecha relación con Nixon.

O toda esa descarga ideológica que dio durante su informe de gobierno de 1974, cuando desde el máximo estrado del país opinó que las personas que delinquían eran hombres y mujeres provenientes de hogares disfuncionales y con “un alto grado de homosexualidad”.

La locuacidad ha abandonado al expresidente al paso del tiempo, resultado del inevitable envejecimiento. Se le ve poco. Dentro del ostracismo en el que se encuentra actualmente sólo ha salido cuando enfrentó algunos citatorios dentro del proceso acusatorio por la matanza del 2 de octubre de 1968.

Su última aparición pública fue en abril de 2021, cuando en silla de ruedas fue llevado a un módulo de vacunación ubicado por el estadio Olímpico, donde esperó su turno entre personas mayores para aplicarse la dosis de la vacuna contra el Covid-19.

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