Paraíso a pique
Mel Toro
Segunda parte:
De los valles cuyas vegas sirven de asentamiento humano en Jalisco, éste destaca por su exuberancia y prodigalidad. Hace media centuria todavía era proverbial su condición ubérrima. Muchas de sus viejas historias se parecen al cuento bíblico de los hijos de Jacob, que subieron a Egipto a abastecerse de alimentos para paliar la hambruna que les atosigaba, y se encontraron con su hermano José, al que no reconocieron. Fue uno de los graneros del estado. Alto flujo migratorio interno lo hizo crecer rápidamente. Llegó a llamársele ‘un norte chiquito’.
Se vivieron graves conflictos por su posesión. Los indígenas, viejos poseedores, casi fueron exterminados, aunque ésta es una historia recurrente del país. En la guerra campesina del 10–17, el valle volvió a despoblarse, pero por poco tiempo. Las haciendas fueron desmanteladas y la reforma agraria repartió los ricos migajones de tierra aluvial entre los hombres del rumbo, para la bendita tarea de arrancar frutos a la tierra y hacerla producir alimentos. A diferencia de muchos otros puntos del país, donde los ejidos fueron dotados de cascajo y tierras flacas, aquí sí se entregaron tierras de primera. 32 ejidos están en posesión del 40% del valle (8,800 Has.). La pequeña propiedad es dueña del 60% (13,200 Has.)
De este monto terrenal se riegan 12,500 Has., porque el agua abunda. Le llega de dos fuentes: La sierra de Quila de cuyos torrentes se forma el río Ayuquila, el más largo del estado. Desemboca en Colima, por Tecomán. Su otra esponja es la sierra de Manantlán, joya ecológica del país, reserva de la biosfera. Difícilmente se registran precipitaciones pluviales inferiores a 800 mm/a. Ya se le hicieron a la cuenca dos presas, la de Tacotán y la de Trigomil. Entre las dos retienen 400 millones de metros cúbicos del preciado líquido, abundancia para el derroche, casi el paraíso. Es uno de los valles más húmedos del occidente del país.
Mas dicen los poetas que nada dura para siempre. Las bondades naturales de este paraíso han sido puestas en desbandada. Apareció por ahí la voracidad capitalista y descompuso la cara a todos, valle y habitantes. El saqueo les ha puesto al borde del precipicio. Los atávicos litigios por la posesión de las tierras son pintura rupestre frente a los nuevos males. La abundancia demográfica, que antes no complicaba el mundo, ahora enreda todo. De treinta mil habitantes a mitad de siglo, la centuria cerró con la presencia de más de cien mil personas. La presión demográfica tensa a un territorio que no crece. La necesidad de vivienda redujo las áreas productivas, haciendo crecer la mancha urbana. Y se sabe también de cultivos ilegales de mariguana y de amapola entre maizales y cañaverales, ya no sólo en lo lóbrego de las montañas, como antes.
Los animales del valle, lo mismo. La llevan de bajada. La caza furtiva mantiene en vilo, por peligro de extinción, a la fauna silvestre. Nadie detiene el sobrepastoreo. El formato de explotación pecuario podría mutar de extensivo a intensivo, por la alta cantidad y calidad de forraje que existe en el área. Pero se abren cada día más espacios para ganar zonas de pastoreo, en detrimento de la zona boscosa. La tala con fines madereros se practica de manera irracional y no se acompaña con reforestación. El bosque está siendo arrasado, al igual que en el resto del país.
En la llanada pródiga, antes edénica, la erosión es amenaza latente. Se sigue regando por gravedad. La corriente de los arroyos en las parcelas, aunque sea bien cuidada, arrastra consigo el limo y termina lavando las tierras, adelgazando aún a las más gruesas. ¿Qué decir de este riego en pendientes inclinadas? El deterioro de la carpeta laborable muestra ya paños adelgazados y, en las laderas, esqueletos pelones de costillas pétreas, páramos desoladores que eran inimaginables hace apenas algunos lustros.
No es la incuria clásica del mexicano; la voracidad del mercado vino a darle el tiro de gracia. Metió a sus agricultores a un proceso de empobrecimiento inexplicable. Por obtener producto suficiente para cubrir la exigencia del mercado, tienen décadas aplicando de manera incontrolada pesticidas, herbicidas y fungicidas que ya contaminaron todas sus parcelas. El otrora orgulloso granero de Jalisco es un valle enfermo, empobrecido. Se anidaron tantas plagas que ahora es casi imposible obtener aquellos lozanos frutos, las apetitosas papayas, sus dulces sandías, sus melones que le dieron fama mundial. Ni el maíz, con ser tan resistente, se cultiva con confianza. Las huertas desaparecieron.
El acta de defunción se firmó con la instalación de los chacuacos del ingenio. Las ninfas de los prados, los faunos de las planadas, los manes rumorosos familiares, los húmedos atardeceres escaparon en estampida al escuchar el bramido de las calderas del Melchor Ocampo. Las centenarias huertas de mangos y de cítricos, los montaraces guamúchiles, las higueras, todos los árboles mayores fueron talados para tapizar el valle de apretados surcos de caña de azúcar, fuente de alcohol y de diabetes. El dios mercado impuso condiciones transformando el paisaje, modificando la agricultura del valle. Los cuadros idílicos se hundieron, derrotados, para dar paso a la ruidosa eficiencia, a la contaminación y a la ganancia.
Con el cultivo de la caña de azúcar, llegaron los incendios de la campiña para la zafra. Ya no hay sombra en los caminos. Las sendas son sucias y ruidosas. El río agoniza, purulento, de las excrecencias de las poblaciones aledañas. Los bagres, los chacales, las chopas, la comida ancestral, cazada al natural, también se van perdiendo. No hay, no puede haber pesca en ríos negros, en ríos de aguas negras, en arroyos pestilentes, descuidados, que agonizan. El cultivo de la caña de azúcar, aparte de resistente, ha resultado la aparente bendición, pues proporciona superávit en el mercado. Con él se sostienen ahora estos agricultores, a costa del envenenamiento y el empobrecimiento de su tierra laborable.
Aquella tierra de promisión, generosa antaño con gentes autóctonas o venidas de lejas tierras, receptora de migrantes, aquel vergel que empleaba y alimentaba como nodriza cariñosa a todos sus habitantes; aquel edén, resto de heredad a punto de perderse, que daba por humor abundancia de frutas y verduras; fue convertido en un simple valle más, incubadora de mano de obra barata para enviar a remolque a los gringos. California los recibió con los brazos abiertos. Hay allá una floreciente colonia de braceros, oriundos de este rincón, valiosos y trabajadores, a los que no pudo retener nuestro defectuoso modelo económico.
A paladas, a golpes de timón, a trompicones, la modernidad, la voracidad, la ambición del dinero abrió el paraíso a la exacción. Expulsó a muchos de sus viejos habitantes, que huyeron en estampida. La tan cantada modernidad no es capaz de dar empleo ni a los testarudos, que no han querido abandonar su páramo. Estos mudos testigos siguen ahí, empecinados, aferrados al terruño, añorando con tristeza su viejo mundo de tardes apacibles, de amor al natural, insinuado y violento, que ya no volverá pues ha sido inhumado. Con su implacable espada flamígera, el costo/beneficio restringe el ingreso al cementerio.