¡Pobre México! Tan lejos de dios…

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Esta frase célebre se le atribuye a don Porfirio Díaz. En una de sus referencias obligadas a la vecindad que tenemos con el país gringo, se dice que soltó esta pintura tan precisa como ingeniosa: ¡Pobre México!, tan lejos de dios y tan cerca de los Estados Unidos. Si lo dijo o no, ¿cuál sería la importancia de deslindarlo? Históricamente es un retrato acertado, pues nuestra relación con ellos, aparte de asimétrica, puede diseñarse sin temor a equivocarnos con estos pinceles de fatalismo.

Hará más de un siglo ya que dicho aforismo fue proferido y no deja de tener razón. Han sido muchos los años de esfuerzos, por parte de las autoridades de nuestro país, por confrontar la pesadilla de la política gringa del destino manifiesto, también nombrada como doctrina Monroe. En ella se contiene su espíritu aventurero y despojante, por no llamarle ladrón, impositivo y cruel, de nuestros vecinos. No hay valladar que los detenga. No hay discurso que les haga entrar en razón. No se ve nunca una luz al final del túnel, a la hora de pisarles los callos. Están siempre montados en su macho y ni quien los baje. Es una experiencia histórica que no hay que disimular, mucho menos olvidar.

Mucha de nuestra gente está enterada, así sea de manera superficial, de que el territorio que va desde California hasta Texas fue parte de nuestra república incipiente. Ya es parte del utillaje mental del paisanaje. Mas nadie se anima a presentar tal hecho como un recurso suficiente y necesario, por ejemplo, para combatir la acusación de ilegalidad, cuando les detiene la migra; mucho menos levantarlo como argumento de peso para frenar esa locura del muro infranqueable entre ambos países, emblema electoral del energúmeno que ocupa la Casa Blanca.

Ir más a fondo en cuestiones fronterizas, nos llevaría a meter en la danza tanto a la Florida, como al extenso territorio central que fue la Louisiana en la colonia. Los gringos no tendrían argumentos que valieran para defender la posesión que ejercen de todos estos territorios; bien fueran confrontados con los mexicanos, como antiguos poseedores, bien con los nativos, a quienes por más esfuerzos que hicieron los güeros no pudieron exterminar del todo.

Originalmente se asentaron los cuáqueros ingleses en el territorio que se conoce como las trece colonias. Ocupaban las costas orientales de su actual país, las que miran al océano atlántico, y paremos de contar. Pero en cuanto se independizaron de Inglaterra les subió la fiebre de expansión, llevándose entre las patas a los indígenas, los naturales autóctonos, y a los antiguos colonos ya asentados en dichos espacios, entre los que se hallaron nuestros abuelos.

El despojo se dio de manera violenta, como suele ocurrir con tales avatares. No se sostienen sino en base a racionalizaciones del famoso derecho de conquista, que no es ningún derecho, sino la manifestación descarada de la fuerza y el capricho. Ni vale argüir tampoco que se trata de impulsos incontrolables de la naturaleza humana. De darle juego a tales sofismas habría que dejar pasar por debajo de la mesa entonces también a todo lo que huela a criminalidad, a racismo, a discriminación, a intolerancia y a cuanta lacra humana se vaya señalando. No se va con tales rutinas, que no dejan de barajarse en la partida humana, por la senda atinada.

No necesitan nuestros vecinos tener pegados a sus fronteras a un pueblo, como estamos nosotros con ellos, para vejarlo. Si damos un recorrido en el planeta y revisamos las regiones en las que han metido sus botas, nos llevaremos la sorpresa de que son escasos los espacios que no conocen su intromisión. Dígase Irán, Corea, Vietnam, Sudáfrica, la dividida Alemania… ¿Cómo pensar entonces que iban a conocer freno en Panamá, en Guatemala, en Chile? Sus expedientes son muy variados: la invasión directa, el golpe de estado para imponer títeres, la imposición de sanciones económicas, los bloqueos para asfixiar a la economía denostada, la propaganda para demeritar y derruir al invadido, la criminalización de las víctimas… y un largo etcétera, que se nos volvería interminable.

De manera que tenerlos de vecinos con tres mil kilómetros de frontera física y llevar más de dos siglos conservando el estatus de país, soberano e independiente, es una proeza que debe ser bien evaluada. Conservar y hacer vale la soberanía no ha sido producto sólo de la voluntad de nuestros gobiernos, atinados o no, sino que debe valorarse como resultado de la voluntad mayoritaria de nuestro colectivo. Muchas generaciones de mexicanos llevaron inficionada hasta los tuétanos la decisión de forjar una vida propia, en un espacio propio, con una cultura propia y una cosmovisión que no terminara sometida al modelo anglosajón. Nuestra historia da cuenta de este complejo proceso de confirmación de nuestros más caros anhelos como país. Y éste, de permanecer incólumes ante las arremetidas gringas, es uno de ellos.

En tal contexto habrá que entender entonces la reciente visita que hizo AMLO, en su carácter de presidente nacional, a su homólogo gringo, Donald Trump. Ha de verse como un logro que no haya sido humillado en dicho trance. No la tenía fácil. Era una carambola de muchas bandas. Estaremos de acuerdo con que, al menos esta vez, salimos ilesos. Ojalá que así sigan nuestros encuentros fortuitos con el coloso del norte.

 

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