Felipe Cobián R.
A fines de abril o principios de mayo de 1993 un viejo amigo, el médico de cabecera de don Juan Jesús Posadas Ocampo, Alfredo Sandoval y yo habíamos acordado desayunar o comer con el prelado para una posible entrevista. “Nomás que regrese de este viaje a la Ciudad de México y nos reunimos”, me dijo.
Luego supe que tenía una cita con el presidente Carlos Salinas de Gortari. Se reuniría con él en su calidad de doble vicepresidente, tanto de la Conferencia del Episcopado Mexicano como del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam). El lugar de esa junta sería en Los Pinos.
El arzobispo tapatío, confiado en un cierta cercanía, quizás hasta amistad con el primer mandatario quien, para legitimarse ante la mayoría del pueblo mexicano había establecido relaciones diplomáticas con el Vaticano, creyó que escucharía su denuncia: el maridaje entre altos funcionarios de su gobierno y hasta posiblemente familiares suyos con bandas organizadas del narcotráfico, trata de blancas y prostitución.
Al mitrado, sin embargo, le fallaron sus cálculos y su buena fe.
Tras aquella ríspida reunión de la que salió muy molesto, ya de regreso en Guadalajara Posadas llamó por teléfono a su amigo de infancia y compañero de primaria, Ignacio Flores Ruiz. Seguro que no tenía con quién más desahogarse. “Me dijo que le urgía verme, platicar, que me viniera a cenar junto con mi esposa. ´Se te olvida que estoy a cuatro horas de distancia, ya sabes que no estoy en Guadalajara, sino en Celaya. Mañana ahí nos vemos a comer´”, le respondió Flores.
Al día siguiente llegaron él y su mujer, Lorenza Clotilde Infante, a las diez de la mañana. Encontraron al arzobispo en la alberca tomando su terapia. Les dijo que él ya había ingerido un refrigerio y que fueran ellos a desayunar. Luego celebró misa en su capilla privada y salió rápido porque tenía cita urgente con el gobernador (el interino Carlos Rivera Aceves) en Casa Jalisco. “Coman y nos vemos al regreso, como a las cuatro treinta”.
De vuelta a su residencia en Tlaquepaque, don Nacho lo notó muy descompuesto. Ambos se fueron a la biblioteca y se tomaron un digestivo. Ahí le corroboró que se reunió con el presidente, con José Córdoba Montoya, con Manuel Camacho Solís y con Luis Donaldo Colosio. Después se supo que también estuvieron presentes el obispo José María Hernández, de Ciudad Nezahualcóyotl, y el nuncio Girolamo Prigione.
Apenas había terminado su exposición, Posadas Ocampo recibió una amenaza y una oferta: que no se metiera en esas cosas y que a cambio recibiría favores del gobierno para su apostolado. Él dio un manotazo a la mesa, se levantó y les dijo que la Iglesia no se prestaba a tales maniobras.
Lo anterior, en síntesis, es lo que le platicó el clérigo a su amigo Ignacio Flores. Le confió además que se sentía muy molesto, angustiado y temeroso.
Carlos Rivera Aceves habría sido el mensajero de la desgracia, el encargado de anunciarle el ultimátum desde lo alto del poder, según Flores Ruiz, como quedó asentado ministerialmente. Aceves negó haber sido el agorero del homicidio y aseguró que el responsable de esas muertes no fue Salinas.
De los protagonistas de aquel encuentro están muertos Colosio, que se habría opuesto a la amenaza; su contrincante Manuel Camacho, Prigione y el obispo de Neza. De la impunidad de los responsables materiales e intelectuales, sería el entonces procurador general del país, Jorge Carpizo, quien también ya murió, por cambiar a su antojo la verdad de los acontecimientos.
También están muertos otros protagonistas que supieron mucho de lo acontecido aquel 24 de mayo, entre ellos el exprocurador de Jalisco Leobardo Larios Guzmán quien fue asesinado y el general Jesús Gutiérrez Rebollo, excomandante de la V Región Militar que murió en prisión, entre otros actores de reparto menor en la escena de la tragedia.