Prisioneras del Maximato. Las Monjas de Calles.
Gabriel Michel Padilla
Primera de tres partes
AUTLÁN
-¡Viva don Plutarco Elías Calles!
El grito despertó la madrugada de Autlán y se escuchó desde “la Purísima” hasta el atrio del “Divino Salvador”. El grito parecía jubiloso, era del sargento Puga que conducía por la calle a diecisiete monjas que acababan de ser apresadas por el general Cortés Díaz y el alcalde Ruvalcaba. Yo era una de aquellas monjas. Aunque me animó un poco aquel pensamiento de que “El que está preso por Dios tiene la libertad en toda su inmensidad y pureza”, que nos repetía la madre Rosa para darnos aliento, no por eso pude refrenar la pesadumbre ni el miedo mezclado con la tristeza y el frío cargado de rocío de la noche. Eran las tres de la madrugada. Y antes de que el eco del grito se deshiciera, de nuevo repetía:
-¡Viva don Plutarco Elías Calles!
Si en ese mismo momento el sargento hubiera tenido a su disposición la orquesta de don Clemente Amaya o algún mariachi de Cocula, de seguro hubiera echado a jalar trompetas y violines para celebrar aquel hecho tan singular. Porque agarrar cristeros, en ese tiempo era lo más común que le podía pasar a un militar, pero tomar presas a 17 monjas cristeras, para mandarlas ante sus jefes, no era cualquier cosa.
Y luego se dirigió a las prisioneras que todavía no se reponían del sobresalto:
-Marchen rápido, pero quiero marcha militar, no caminar de monjas, ustedes ya no son monjas, son prisioneras, y en este momento no se dirigen al coro ni a su capilla, ni mucho menos al cielo, ahora van derecho a la prisión militar, primero a la ciudad de México y después a las Islas Marías.
La pura mención de las Islas Marías de las que alguna vez había oído hablar, me hizo dirigir la mano, temblorosa de miedo, a la región pectoral para estar segura de que aún me colgaba del cuello el escapulario.
Las monjas caminaban rápido, la mayoría en silencio. Dos monjas ancianas iban cojeando a pesar de la ayuda de las novicias.
Algunas en la marcha van llorando. Pero cuando la madre Rosa comenzó a cantar el Alabado, todas se volvieron valientes y de sus voces ladinas y melodiosas empezó a salir aquel canto viejo que despertaba los sueños de la madrugada y espantaba las conjuras del mismo Príncipe de las tinieblas:
Gracias te doy gran Señor,
alabo tu gran poder,
pues con el alma en el cuerpo,
nos dejas amanecer.
Por el rastro de la sangre
que Jesucristo derrama
camina la Virgen pura
en una fresca mañana.
El vibrar de aquel canto que invitó a los pájaros madrugadores a contestarlo como si estuvieran alternando en una salmodia, estremeció al sargento, y de repente le llegaron retazos de recuerdos: era el mismo canto que de niño escuchaba de los peones del molino de los cañaverales de Ameca. Su padre también lo cantaba al amanecer, antes de ensillar la mula para irse al corte o a la molienda.
Pero antes de dejarse hechizar por la nostalgia de sus recuerdos, gritó desgañitado:
–Silencio, nada de beaterías ni de persignadas, nada de oraciones pordioseras ni de cantos melosos, les voy a repetir y no quiero volver a lo mismo: guarden silencio, pero no quiero silencio de monjas ni silencio de sacristía o de monasterio; quiero silencio de prisioneras, silencio de cuartel, porque el silencio de monjas huele a incienso, a cirio; el silencio de prisioneras militares, en cambio, debe oler a pólvora, a carrillera, ese silencio es el que yo quiero que guarden, ¡silencio militar!
-Ustedes ya no son monjas, son prisioneras del supremo gobierno, al que han desobedecido con toda premeditación, alevosía y ventaja. Cuando lleguemos a El Grullo, ahí les van a leer la sentencia, y les recuerdo que no pueden apelar, el delito es grave y ni Dios, ni su Cristo Rey que tanto invocan sus cristeros, podrán salvarlas de ésta. Ah, y repito: calladitas, ex monjas de Cristo Rey y ahora prisioneras del Supremo Gobierno. ¡Paso redoblado!