Raíces de nuestra irracionalidad

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Raíces de nuestra irracionalidad

Juan M. Negrete

Con los acontecimientos que se viven en el oriente profundo por estos días, en los que los giros cruentos resaltan su impronta, tomamos referentes para observar con detenimiento lo que puede sobrevenir a cualquier pueblo si a las ligas de cohesión social no se les deja operar con toda la soltura posible y por el contrario se les tensa hasta hacer que se toquen los extremos. Pero no veamos estos acontecimientos referidos como tan lejanos en el espacio, al grado de ignorarlos. Tampoco los remitamos a etapas de tiempo ya superadas y que no volverán. Ambas actitudes pueden obnubilarnos al grado de volver a mostrarse en toda su crudeza, aquí mismo y ahora.

No nos salgamos de nuestro propio ámbito nacional, pues aquí tenemos para dar y prestar. Vengamos a entretenernos en los avatares ideáticos que se ponen en la mesa para mantener funcionando lo que presumimos como logros construidos y que funcionan. Decimos que somos una república federal, laica y democrática. Decimos que opera la separación de las esferas políticas y religiosas. También presumimos, o por lo menos signamos, cuanto acuerdo aparece sobre derechos humanos, sobre acuerdos laborales internacionales, sobre tratados de extradición y el combate mundial al terrorismo y más menudencias de este tipo.

Nos faltan buenos tramos por recorrer. Por ejemplo, cuando vemos a nuestras muchachas salir a las calles de forma masiva, protestando por la desigualdad en la que siguen sometidas en los hechos, habríamos de recapacitar en que muchos de estos avances no son más que proclamas y declaraciones. Muchos de tales avances de los que presumimos no han pasado de la aceptación en el papel, en los discursos, en el mundo de la faramalla pública. Todavía no aterrizan tales logros al interior de la comuna, ni en el de los hogares, mucho menos en las conciencias individuales, que es donde deben afincarse con todas las de la ley estas novedades que pretendemos que funcionen y que nos rijan.

Para llegar a los mantos freáticos de la conciencia colectiva, deberíamos destronconar los raigones que dieron fulcro y cimiento a la personalidad de nuestras sociedades. Para conocer tales segmentos, hemos de invitar a especialistas y conocedores de aquel pasado que suponemos enterrado. Es uno de los giros de toda investigación seria. Pero también es conveniente esculcar, rascar o sacudir, como mejor lo queramos entender, en los mantones de nuestra indumentaria cotidiana, en las convicciones que dan cuerpo presente a nuestro actuar vivo y actual.

Esta búsqueda, aparentemente nimia e insulsa, es tan importante como la que realicen los arqueólogos de la conciencia colectiva. El entramado de nuestras convicciones arraigadas nos enseña y revela muchos elementos fundantes de nuestro propio imaginario. No les podemos pasar por alto. Entonces, cuando hablamos de grupos fundamentalistas o de grupos de ultraderecha, y los descalificamos como radicales o intolerantes, establecemos juicios sumarios de valor nada más. Eso hace suponer que nos retratamos o suponemos ser miembros de comunas avanzadas, impregnados de modernidad y hasta curados de espantos. De ahí que nos esforcemos por llevar, no hasta la barandilla sino hasta al banquillo de los acusados, a todos los infractores actuales de las figuras de convivencia que hemos elevado y consagrado como valederas e impuesto como definitivas.

Cuando contemplamos imágenes, que nos vienen en tropel por los medios, de individuos o colectivos que embrazan armas de fuego de grueso calibre y transitan por la vía pública imponiendo su ley, catalogamos de inmediato a tales sociedades como enviciadas de anacronismo y sumidas en un pasado irreductible, que no les permite dar paso hacia su liberación. Sean del signo que sean y enarbolen las banderas que tremolen, les llamamos fundamentalistas, obcecados, radicales sin cura, y les descalificamos.

Pero ¿No andarán en nuestras comunas civilizadas entes o grupos impregnados de la misma violencia y arbitrariedad, la misma ceguera y obsesión, dirigida a un ‘otro’ rechazado? ¿No padecerán los dos entes armados hasta los dientes del mismo enceguecimiento, el que les lleva a declarar enemigo exterminable a ese ‘otro’ recíprocamente tildado de subhumano o de basura ontológica? ¿Y a nosotros, espectadores de cuadros tan sanguinarios, qué es lo que nos lleva a condenar a los unos y a aplaudir a los otros? ¿Y cuál es el encauce aleatorio de nuestras preferencias?

¿Hemos avanzado lo suficiente como para proclamarnos curados ya del maniqueísmo, en donde uno es detractor del otro, pero ninguno de los dos acepta como posible, aunque fuera remota, la reconciliación final y el abrazo fraternal apocalíptico, dado que todos (actores y espectadores) no somos más que seres humanos? ¿No nos ponemos a pensar que, si seguimos alentando y practicando esta confrontación interminable, nuestro avanzar irreflexivo y letal terminará consiguiendo la extinción fatal y total de nuestra especie, que no se salve ningún grupo humano? Limitemos esta expectativa destructiva tan sólo a la inmundicia, en la que andamos sumidos todos, de mantener la visión agresiva y criminal de unos contra otros. Porque si la extendemos a las transgresiones que, a nombre de nuestra sobrevivencia, le infligimos a la naturaleza, el capítulo de la irracionalidad se nos oscurece hasta extremos inescrutables. Y pareciera que no nos cae el veinte.

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