Semana cruenta

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Semana cruenta

Juan M. Negrete

Empezó mal, con números rojos, excesivamente rojos. Terminó peor. Nos dibuja la descomposición en que estamos sumidos. Nos obliga a encender los focos rojos, a declarar la alerta en cada rincón del país, a no bajar los brazos. Aviso que no ha de ignorarse, so pena de que el enfermo terminal que somos, aquejados de un mal plenamente identificado, por descuido, pierda la batalla.

Vino primero el espectáculo, deprimente y alevoso, de Aguililla, Michoacán. Catorce policías estatales emboscados y masacrados. Mal terminábamos de enterarnos de hecho tan bestial, se nos viene la masacre de Tepochica, Iguala. Otra vez Iguala. Ahora pone las víctimas el bando opuesto. Complicado aceptar que los agresores, integrantes de una banda criminal, hirieron a un soldado de un convoy. Éste, solo, herido y todo, repelió la agresión ultimando a los catorce enemigos. Hay cuentos para niños que guardan mejor distancia con la realidad. Pero es la versión oficial. Cerramos con el bochorno de Culiacán, la detención y liberación de Ovidio Guzmán, hijo del “Chapo” y su infaltable secuela de muerte. Por decenas, para no cambiar de libreto.

Se puede aducir que la dolencia arrancó el 2006, cuando el moninaco de Felipe Calderón declaró la guerra al narco. Sacó de los cuarteles a los soldados y los dispersó por toda la geografía del país. A bayoneta calada, aunque sin respaldo legal que legitimara la violencia desatada, nuestros soldaditos se dieron a patrullar las calles de nuestras pacíficas ciudades mexicanas, tan arropadas por el idilio narrativo de la paz campirana. Sus trotes acelerados y su paso redoblado retumbaron hasta en las alcobas más apartadas del mundanal ruido.

Cualquiera pensará que ya deberíamos estar habituados a tal vocinglería. Sonidos de trompetas, redobles de tambores, desplazamientos castrenses, instalación de retenes por todos lados. Toda esta escenografía, de dura ambientación militar, armonizada con tableteo de metralletas, estampido de disparos letales y ráfagas de tiros interminables. Las cifras cruentas no dan respiro. Se habla de más de dos centenares de miles de víctimas mortales en un país donde no se vive un estado de guerra declarada, que no fue invadido por ‘extraño enemigo’, pero que pone cada día ante el altar de la inmisericorde diosa de la muerte una, dos, tres docenas de víctimas propiciatorias.

Quisieran los amos de la opinión pública que ya nos fuera familiar el infierno desatado. Pero a todo se acostumbra uno, menos a la muerte, a los rituales de la muerte, a la ineluctabilidad de la muerte. Digámoslo con toda claridad. El finado ya no tiene que mover ningún resorte para incorporar a sus rutinas la presencia ominosa de la calaca, ni ninguna otra. Conmueve y choca a los dolientes, a los que seguimos vivos. La desaparición física es un trance insalvable, inevitable, sí, pero no por eso deseado, digerible, fácil de ser superado.

Mucho peor es la nota con nuestros desaparecidos. Se habla de más de cuarenta mil paisanos de quienes se ignora su paradero. Se ignora si estén vivos o muertos. Tal incertidumbre es un dolor callado y resignado de los familiares, de quienes los tienen perdidos. Es llaga familiar que no se cura, para la que no hay pócimas de alivio, contra la que no hay remedio. Finados, masacrados, expulsados, marginados, desaparecidos… el hades vivo, no representado, el infierno aquí en la tierra.

Que haya iniciado este estertor hace quince años o antes, ya ni siquiera es argumento retórico. Ni vale levantarlo y expandirlo como recurso racionalizador y justificatorio. La exigencia colectiva apunta a ponerle ya un alto, meter a fondo los frenos y concluir con la fiesta de las balas. No es cierto que somos adoradores de la muerte violenta. La toleramos resignadamente, porque nos la infligen los que llenaron sus arreos de retrocargas y fusiles y salen a la calle a dirimir sus diferencias con las armas en la mano.

Se entiende, o se busca ligar lo siniestro de la súbita aparición de la calaca, con sus vínculos a las ganancias ilícitas, con el tráfico de estupefacientes, con los ajustes de cuentas entre grupos delincuenciales. Son discursos rimbombantes. Es narrativa atronadora. Inunda todos nuestros canales de comunicación. Pero no vemos la hora en que los responsables de la administración pública abanderen ya una vía firme, eficiente, de poner fin a la barbarie que nos agobia.

Seguramente uno de los dínamos que hizo volcarse hace año y medio a nuestra gente a llevar a Morena a los puestos del gobierno fue la ilusión, la fantasía de que con gente nueva en tales sitiales, con gente no maleada en dichos menesteres, habría una inflexión del acontecer en la vida pública. Seguramente acariciamos el deseo, ya no más soterrado, de poner fin a esta zambra macabra. De ahí que Obrador y su cortejo político subieran al podio tan apapachados.

Se aprobó en nuestros espacios legislativos, con votación unánime, la creación de una guardia nacional. Supusimos que, con esta medida, nos ahorrábamos el extremo recurso de declarar el estado de excepción. También veríamos al ejército, creímos, retornar ordenadamente a sus cuarteles. A muchos críticos, entre los que se incluye este redactor, no nos gustó que fuera militar el mando de la guardia recién creada. Quedó al frente de ella personal castrense, a pesar del mandato constitucional expreso de que fuese civil. Pero como quiera, era una medida que permitía acariciar esperanzas de visualizar el fin de esta sangría de nuestro pueblo, que no cesa. La exigencia del momento urge al gobierno actual a no seguir dando más palos de ciego. La danza macabra debe concluir.

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