Semana de apoteosis con AMLO

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Semana de apoteosis con Amlo

Juan M. Negrete

Dejemos bien en claro la etimología de la palabra ‘apoteosis’. Posee dos componentes. El prefijo ‘apó’ es una preposición griega, usada para significar lo de arriba, lo superior, lo lejano. En castellano tenemos infinidad de palabras con ella: apología, apóstol, apoplejía, apocalipsis y otras más. El otro componente se vincula con ‘theos’, ligado a lo divino y sus volutas. La apoteosis era la divinización de los héroes. Quería decir que se pasaba a contar a lo homenajeado en el rango de lo divino. La complejidad de una aplicación de este viejo concepto a asuntos presentes deviene de la figuración tan modificada que ha sufrido la esfera de lo divino en nuestros discursos.

Ha crecido entre nosotros tanto la mentalidad atea, que eso de deificar a individuos particulares es fórmula lingüística que carece de sentido. Apegarse a significados presentes con contenido del pasado es manejar discursos atávicos, que remontan a visiones arcaicas de la vida. Sería mejor no retrotraerlos. Aunque con nuevos bártulos y sin conectarlos con su viejo significado, los medios masivos, las redes, los nuevos canales de comunicación construyen escenarios apoteósicos, de divinización laica, por decirlo así. No hemos tirado a la basura la intención de glorificar, sino que muchos de los rituales viejos que se empleaban para hacerlo son los que han sido descontinuados.

En la semana recién concluida AMLO vivió experiencias apoteóticas. Propondría entender en este sentido la afirmación de que AMLO vivió con ribetes de apoteosis esta semana de festejos patrios. Primero hay que destacar la vivencia del famoso grito. Cada año nos damos cita todos los mexicanos en todos los rincones del país, hasta en los rincones más apartados de nuestra geografía, a recordar y escenificar de nuevo el famoso grito de Dolores, el inicio de la gesta de independencia. Ponemos a los curitas Hidalgo y Morelos en el centro de nuestra memoria y ondeamos el lábaro patrio para revivir o conmemorar aquel acontecimiento príncipe.

Por supuesto damos que el festejo más lúcido o representativo de ese grito es el que se da desde los balcones del palacio nacional, en la capital de la república, y que está a cargo del presidente en turno. Sabemos que Porfirio Díaz cambió los momentos claves del festejo. El grito que vociferó el cura Hidalgo fue al alba del día 16, el día patrio por antonomasia. Pero como Porfirio cumplía su aniversario natal el día quince, simplemente trasladó los inicios del festejo de la madrugada del 16 a la noche del 15 y asunto arreglado.

Después de dar el grito venía el bailongo en palacio nacional, con invitados de lujo y cena opípara. Por supuesto que el gran público sólo estaba invitado a la plaza, a echar porras. Ningún figurín se podía colar a los salones decorados del palacio y menos sentarse a la mesa de los señores dones, los dueños del país, los beneficiarios de esa economía. Los amigos de Porfirio eran la corte de honor a la que le hacía ruido callejero la plebe y la broza mundana, a la que se le dejaba cenar, beber y gritar por las calles; darle rienda suelta a su ‘mexicanidad’, para que reborujara sus frustraciones.

Los hábitos de este festejo tomaron cuerpo en el porfiriato, continuaron en todo el siglo que nos signó la revolución que depuso a aquel dictador. Al dictador Díaz lo suplió primero la dictadura del PRIato y luego la del PRIANato. Los gobernantes del país, bien o mal electos, pero detentadores del poder formal, reprodujeron la misma distancia para con la plebe y el mismo desprecio para con los sentimientos populares, fueran sinceros o no, mantuvieran el sentido de la solidaridad social o no.

Ya en los festejos más recientes, los de los períodos de Calderón y de Peña Nieto por ejemplo, la multitud congregada en el zócalo se desgañitaba contra el titular del poder ejecutivo que ondeaba la bandera y tañía la campanita de Dolores, gritándoles ‘usurpador’, ‘pelele’, ‘asesino’ y mil descalificaciones más, como las silbatinas contra su mamacita. Ya desde antes se ponían barreras y canceles para cercar los espacios, esculcando hasta a los niños, como para que nadie fuera a atentar en contra de sus altezas serenísimas, que nos hacían el favor de gobernantes. Ceremonias de gritos, atestadas de acarreados, desvirtuantes de un festejo patrio y sentido, que les saliera del corazón a todos los presentes. Pero el banquete y rebumbio de palacio, que no faltara.

Fue notoria la diferencia establecida con este nuevo gobierno, su vinculación clara y sólida entre Obrador, electo democráticamente, y las masas que lo llevaron al puesto. AMLO puso lo suyo en el festejo. Era lo que el público esperaba: Que no hubiera vallas, que no hubiera revisiones, que no hubiera boato discriminativo e insultante. La austeridad, la frugalidad de rituales, la cercanía con un pueblo en festejo, la identificación que lleva a todos al grito, el abrazo gozoso de quienes rememoran el momento en que nuestros ancestros decidieron arrancar la carrera por la autonomía y la independencia, el compromiso renovado por continuar adelante en esta marcha con objetivos comunes, con ideales sostenidos.

No es la deificación de sólo un personaje, de un líder, sino la ratificación de la voluntad colectiva por sostener la vieja meta del apotegma de la serpiente en el paraíso: ‘Y seréis como dioses’. Por ahí habrá que entender a esta gran modificación de este aniversario patrio, con AMLO al centro de los festejos. Hay mucho por recomponer todavía ciertamente. Pero el más largo camino se inicia siempre con un primer paso. Ojalá que así sigamos.

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