Silvina Ocampo y la Metamorfosis
Silvia Patricia Arias Abad
Silvina Inocencia María Ocampo nació el 28 de julio de 1903 en la ciudad de Buenos Aires. Fue la menor de seis hermanas de una de las familias más ricas y tradicionales de la Argentina. Tuvo una educación particular a través de institutrices, de las cuales aprendió primero a hablar en inglés y francés antes que en castellano. Siendo una de las mujeres más ricas del país, nunca trabajó por dinero, pues no lo necesitaba. Nunca participó en cuestiones políticas, ni siquiera culturales. Escribió su último libro cuatro años antes de morir, debido a la degeneración que le provocó el alzheimer, con lo cual su nivel de socialización (ya de por sí escasa) se redujo.
De niña, Silvina no escribía, pintaba. Gran parte de sus escritos se alimentarían posteriormente de allí, de su niñez, de su relación con la servidumbre y los espacios destinados a los quehaceres domésticos. De ahí emergen los personajes de sus cuentos: los niños asesinos, asesinados, crueles, abusados, niños que nacen viejos y niños que no quieren crecer. Cuentos protagonizados por institutrices, adivinas, costureras, peluqueras.
A los 23 años viaja a París para continuar con sus estudios de pintura. En la capital francesa se une al Grupo de París, conformado por artistas plásticos argentinos que se establecieron allí en la segunda mitad del siglo XX. Al volver a la Argentina se reencuentra con el escritor Adolfo Bioy Casares, perteneciente al igual que ella a la clase privilegiada argentina. Viven juntos de 1934 y hasta 1940. Fue en este período donde Silvina deja la pintura y se dedica de lleno a escribir, y donde se produce la amistad entre la pareja y Jorge Luis Borges.
Silvina Ocampo trasciende en su obra con el uso de recurrente del proceso de la “transformación”. En su poesía, ésta se observa en la presencia de personajes y situaciones muy peculiares que no son lo que parecen ser. El sueño, el ambiente fantástico, el llevar al límite el relato, y al mismo tiempo, presentando solo el fenómeno y ocultando el noúmeno, velando la verdad, reduciendo todo a meras intuiciones, obsesiones y sueños.
La transformación es en Silvina Ocampo una constante en la mayoría de sus construcciones literarias. Incluso en la poesía donde por rigurosidad y respeto a las formas tradicionales y domesticadas, la idea de transformación se sostiene a lo largo de las décadas. Es común que las transformaciones sean transmigraciones, voces desencarnadas o evocadas que hacen sentir con fuerzas en su poesía el influjo de los monólogos.
La pasión metamórfica se articula en el pliegue que divide y comunica poesía. Como paradigma del principio de transformación de la obra ocampiana nos aporta esa imagen del mundo vegetal invasivo que envuelve gradualmente hombres y animales, apelando a una fusión e indiferenciación que caracteriza tanto al discurso fantástico, muy frecuente en la obra de Silvina, al igual que el del tópico de las metamorfosis. Ella misma dijo: “Me gusta ver cómo una cosa se hace otra; tiene algo de monstruoso y mágico. Además en la vida nos metamorfoseamos. ¡Que palabra horrible! Cambian nuestras caras, nuestros sentimientos. Cuando algo resulta distinto, aun cuando se trate de una decepción, siento que me sumerjo en un mundo desconocido”.
La Metamorfosis
Entré por el portón silencioso.
Elevan los árboles su mole gigantesca
Y morían las rosas de un cielo tenebroso.
Pensé: “Antes que amanezca
Conoceré por fin la última verdad.
Me esconderé en la sombra de este antiguo follaje
Y hallaré aquí en la oscuridad, sin que nadie me ataje,
La llave del secreto que hace mi desventura”.
Me detuve un instante. Como un crimen sentía
Mi imperiosa desdicha, mi curiosidad pura
Lejos del albo día.
Sobre vidrios helados apoyé mi cabeza
Y vi en la luz eléctrica de la pieza encendida
Lo que había en sueños visto con mi tristeza.
Cambió toda mi vida.
Fui la sobra, el obstáculo, fui un abismo infinito
Donde el perfume, pérfido del jazmin se elevaba.
En un furioso mar, fui el no escuchado grito
De un hombre que me amaba.
Fui veneno y cuchillo, lepra en una mejilla,
Fui el ladrido del perro, en mi desolación,
La muerte numerosa y en su lejana orilla
Fui solo un corazón.
No me conoció el perro y en la oscuridad lila
Eran nuevos los húmedos perfumes del rocío,
Y sobre las corolas de las flores en fila
Brillaban como un río.
La verdad es mentira. La mentira es lo cierto.
Morir es transformarse en lo que no se espera.
¡Oh rayos de luna! Yo muero y aún no he muerto.
Soy una enredadera.
Y mi voz se mezcló a las voces heladas de la estatua,
Y al hiero del oscuro portón,
y a las voces del banco de maderas gastadas
que oyó mi corazón.
(Silvina Ocampo)