Sin tiempo para el aburrimiento

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Después de semanas de confinamiento, ayer tarde salí de casa por necesidades prioritarias y, contrario a mis expectativas, no miré siquiera una Guadalajara cercana a la soledad, mucho menos fantasmal, como alguna vez recientemente me la imaginé, o como acontece en otras latitudes del mundo e, incluso, puede haber ocurrido en alguna zona y que autoridades municipales y estatales publicitaron como un logro. Falso.    aburrimiento

Vi una ciudad bulliciosa, con muchos comercios abiertos, desde ferreterías hasta expendios azulejeros, tráfico vehicular abundante, casi tantos como antes del “quédate en tu casa”, del distanciamiento social, de la sana distancia. Sí, mucha gente con su cubrebocas, bien puesto en muchos de los que subían al camión, y otros mal puesto o sin él.

Miré una febril actividad: ir y venir de personas, carros y camionetas cargados de todo, los mismos grupos de vendedores ambulantes, de limpiaparabrisas, de ofrecedores de todo; algunos saltimbanquis, pordioseros y migrantes…, o con apariencia de tales, también pidiendo una moneda. Y gente comprando esto y aquello.

Por lo visto en varias avenidas y calles, al menos del Sector Juárez, tengo la sensación de que bastante menos del 50 por ciento de los tapatíos se queda en casa.

Me pregunté: ¿cuándo y quién autorizó el relajamiento si la curva de casos sigue ascendente, nada de que se va aplanando y menos que estamos por derrotar al coronavirus? En la Ciudad de México ya son varios los hospitales saturados. Aquí no es el caso, pero falta camino por recorrer.

A mi regreso, cuarenta minutos después ─que tarde se me hacía volver a casa porque casi me sentí extraño─,comencé a darme cuenta que, por ese ruido que tanto había disminuido y ahora va in crescendo, en lo que va de la semana las aves, que de repente empezaron a llegar casi como en tropel en marzo, se han ido como arribaron.

Diario era un ir y venir, aletear, posarse en tinacos y tuberías; caminar y picotear sobre la azotea y volar al frondoso ficus de afuera de la casa. Ya no vinieron el miércoles, ni el martes, ni el lunes. El domingo no recuerdo. Ni güilotas que andan en parvada, ni ticuces. El desbalagado perico que armaba una escandalera perdido entre las ramas y las hojas verdes del árbol, ha desaparecido –o lo capturaron–, cuatro meses atrás cuando se descubrió el coronavirus.

Ni siquiera un puntual jilguero que, a media mañana, sobre los alambres de la CFE se echaba sus cánticos y se retiraba. Apenas si veo ocasionalmente, a últimas fechas, un colibrí que revolotea en busca de agua. Lo último que divisé en lo alto de una de las casas vecinas, la tercera de la misma cuadra, fue un zanate grande, casi del tamaño de un cuervo, que se bañaba feliz, tal vez para el viaje, en un recipiente. Abajo, sobre el concreto de la calle, sólo dos palomas, de las muchas que se veían días atrás, apuraban el milo que la compasiva vecina les tira cada mañana.

Un fenómeno interesante que parece resurgir ahora por nuestras calles por motivos del coronavirus y sus secuelas económico-sociales, es el caso de los pregoneros que pasan anunciando servicios varios para el hogar, sin faltar los ya casi desaparecidos afiladores de tijeras, cuchillos y machetes, y componedores de máquinas de coser. Y los hay jóvenes, viejos, altos y bajitos que pasan casi a diario con su tradicional silbido. No se diga danzantes, vendedores de frutas y pedigüeños.

Ahora pienso que la gente, los carros y la contaminación que aumenta podrían haber espantado a las aves que, creo, será de las cosas buenas que nos deje el impasse de la pandemia y el encierro forzado de casi todo mundo.

Por ejemplo, en Acapulco, aparecieron ballenas en plena bahía; en Manzanillo, se han avistado, cerca de la playa, grandes cocodrilos disfrutando la ausencia de bañistas. En Quintana Roo aparecieron jaguares que salieron de sus madrigueras a recuperar terreno. Nadie los molestó como sí ocurrió en Jalisco, que no perdonaron y, a finales de marzo, mataron a uno de un año de nacido en el municipio de Mascota.

De otras partes del mundo hemos leído, visto y admirado fotografías y videos en donde la naturaleza, por esta parálisis prácticamente mundial, da muestras maravillosas de recuperarse en tanto los humanos la dejamos actuar. En Venecia, Italia, por ejemplo, en donde todo el tiempo las aguas están turbias por tanto movimiento de turistas en barcos, lanchas y góndolas, hoy son trasparentes y los peces están a la vista, algo que no ocurrió en casi todo el siglo pasado.

En Argentina, los pingüinos han hecho presencia en playas antes no imaginadas. En Mar del Plata, en plenas avenidas, aparecieron lobos marinos. En Chile, un hermoso y grande cóndor descendió desde Los Andes hasta Santiago y, por un largo rato, se posó en el balcón de uno de los departamentos más altos. En otras ciudades europeas y de Estados Unidos han aparecido por las calles, parques, jardines públicos y privados, venados, osos y hasta rebaños completos de ovejas y otras especies domésticas y salvajes. También se han visto ciervos retozando en áreas despejadas e incluso en playas.

Al final de todo, reflexiona uno si vamos a sacar un provecho de todo eso y a la Casa Común la vamos a dejar que se recupere y si ya no la destruiremos pedazo a pedazo, y si ya seremos un poco más cercanos al otro, menos agresivos y, también, si estaremos menos a la defensiva porque el de enfrente será mucho mejor persona.

Como vamos hoy, ciertamente, descubre uno, o redescubre, que viene bien alzarse uno de vez en vez; que recluirse asienta cosas y no hay lugar para el aburrimiento, porque no ajusta el tiempo para los pendientes: poner en orden ideas, libros y, obvio, parte de la casa; leer, escribir y darnos tiempo, cuando ajustan las horas, para estar informados.

Y a piense y piense en todo el personal médico, a veces casi sin equipo seguro, que hace frente valientemente al Covid-19 y, de pilón, sufriendo agresiones incalificables de malnacidos. “Respeta al médico, tienes necesidad de él…” (Sirácides: 38-1).

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