Teuchitlán, horror jalisquillo
Juan M. Negrete
Nos saltó esta semana, a todos los que habitamos este estado de nuestra sufrida república mexicana, una nota que alteró el balance de nuestras imágenes propias. No va en el sentido narcisista de cuál sea el estado más preciado o el de más atractivos turísticos u otras zarandajas de este tipo, superficiales y anodinas. Va al fondo de lo mismo, lo auténtico de lo que somos y de lo que pretendemos ser.
La lectura de que se hayan encontrado en Teuchitlán, un poblado pequeño de los supuestamente pacíficos municipios del interior, un espacio con hornos crematorios fue un golpe a la nuca del que no nos repondremos pronto. Vinieron luego notas posteriores sobre el caso. Unas ahondaron tal visión patética y otras urgieron a la calma y a la revisión objetiva de lo hallado y de lo que generó tales cuadros terroríficos.
En los medios, ambas posturas encontraron cobijo de inmediato. La gente comunicadora que tiende al amarillismo cargó sus pilas con la tinta de la ingobernabilidad generada por las huestes del crimen organizado, funcionando en nuestros espacios a todo lo que da. La otra visión nos invita a no perder los estribos y a revisar con detalle lo que se pueda hallar en todo esto; buscar hasta los ínfimos detalles de los autores de las posibles masacres y a la contingencia con sus víctimas. Es la voz de la serenidad y la paciencia aplicadas, como lo revivió la señora Claudia, recordándonos que Kalimán siempre nos aconsejaba tal conducta.
En este punto estamos. Nos prometen las autoridades responsables de tal información que la semana que viene nos tendrán un cuadro oficial de tales acontecimientos. Esperamos que no nos salgan con un cuento al estilo de lo que Karam construyó y calificó como “verdad histórica” en torno a la supuesta quemazón de los cuerpos de los jóvenes de Ayotzinapa en el basurero de Cocula hace ya diez años, que dio de inmediato pie a convulsiones y conflictos que no cesan.
Son, desde luego, pruebas de fuego para las autoridades en turno. Si la desaparición de 43 muchachos levantó una ámpula que no sana, ¿que generará la explicación, atenta o desastrada, de la desaparición de dos cientos de cuerpos hilados a este descubrimiento macabro? Y esta cifra de 200 fue una primera cifra. De inmediato hubo fuentes que hablaron ya de posibles 1 500 o más desaparecidos, vinculados a la existencia de este horno criminal y de algunos otros más, funcionando en la zona del hasta ahora proverbial estado de Jalisco, el nuestro. Es por demás el manejo morboso de cifras de desaparecidos aquí, allá y acullá. Pero de pronto quedamos en el epicentro del huracán.
Nadie puede negar la presencia de dos gobiernos. Uno, el más conocido, es el que contiende en las lisas electorales y resulta electo. Hablamos de las alcaldías de los municipios y del gobierno de los estados. Una lengua diversa del poder tiene que ver con la turba de los legisladores, que también entran a la disputa electorera. Pero por lo pronto nos referimos al ejercicio del poder ejecutivo, en los municipios y en el estado.
Con los poderes ejecutivos electos contiende la presencia de lo que designamos como crimen organizado. Es del dominio público que los de la plaza (otra denominación popular para los del crimen organizado) cobran derecho de piso a cuantos les da la gana expoliar. Extorsionan a quienes se les ponen enfrente. Venden seguridad al que está establecido y al que va pasando. Y, lo peor del caso, es que recogen el dinero expoliado y no le dan la cara a nadie. Por tanto, nadie los conoce. ¡Cuán extraños nos resultan todos estos cuadros! Parecen imágenes tomadas de historias de ciencia ficción, por decirlo de algún modo.
Tras toda esta recolección heterodoxa de dinero ajeno, tiene que venirse por fuerza la tarea de los lavaderos. Todo ese dinero sucio, por mal habido, tiene que ser blanqueado. ¿Dónde, cómo, por quiénes? Por fuerza tiene que ser con personas e instituciones que en todos los casos y todos los días están dando la cara al público. Unas son pues las autoridades establecidas o electas. En todas estas instituciones hay tesorerías, hay policía que ejerce la fuerza autorizada y que aplica cuantas tarifas conducentes y aprobadas haya que aplicar.
Aquí está el meollo del asunto. Cuando alguien busca escabullirse del pago de los impuestos y las tarifas oficiales sabe que tarde o temprano se las verá con la cara estricta de la fuerza comandada por el poder establecido. Pero entonces ¿porqué también tiene que soportar la exigencia de otros pagos, no autorizados, no sancionados, pero avalados también por la violencia y el ajuste de cuentas, que no haya límite ni con la muerte misma de quienes no les cumplen sus caprichos?
Este recuadro cruel es el que ha impuesto su marca en todo el país con la extensión del dominio del trasiego de drogas y armas, reforzado desde luego con la participación de nuestros vecinos gringos, sea ya porque le compran la droga a nuestros cárteles y porque les venden las armas a estos mismos personajes. Para ellos, los vecinos, la solución consiste en calificar a estos traficantes nuestros como organizaciones terroristas. Y luego autorizar su persecución y cauterización autorizada, convertida en medida legal, aunque violen la soberanía territorial.
Por supuesto que estos delincuentes nuestros tratan con delincuentes invisibles de allá y con consumidores que pagan también a vendedores invisibles de allá mismo. Todos los que están mal y merecen castigo son pues los criminales de aquí, que nos extorsionan y atracan aquí y también nos matan aquí, como ahora lo estamos descubriendo. ¿A dónde iremos a documentar todo este infierno surrealista? Si la frontera de lo humanamente posible ya fue borrada aquí, como trasciende de lo descubierto en Teuchitlán, ¿Dónde pararán los nuevos límites?