Tlatelolco y Ayotzinapa

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Juan M. Negrete

Estuvimos hablando del mes patrio recién pasado y de sus fechas rumbosas. Ligadas con los muchos elementos de identidad con que nos damos gallo al definirnos como mexicanos. Ya no arranca esta andanada litúrgica con el día del informe presidencial, asentado justo el primero de septiembre. De ahí se seguía sin freno toda la alharaca, que algo ha cambiado, aunque los fondos sigan inconmovibles. Este redactor estuvo tentado a traer como elemento de discusión la calidad de dos eventos bien relevantes de nuestra vida nacional, para dirimirlo como fecha de este calendario.

Porque los profes y las seños nos lo repitieron en las paradas escolares de nuestra infancia, sabemos todos bien que el día 27 es el de la consumación de la independencia. Fecha tan importante a considerar como el 16 porque a éste se le asigna el arranque de aquella lucha épica. Siendo congruentes, el inicio y la conclusión poseen la misma estatura cívica y no han de olvidarse.

Simbólicamente emerge la figura del padrecito Hidalgo para el arranque de las hostilidades; la de Agustín de Iturbide arropa el cierre. Es un juego dialéctico complicado de entender: ¿cómo casi se endiosa al uno y se le tira al olvido al otro? El sabor de la victoria de estas jornadas puede captarse bien si se rememoran a tambor batiente los inicios. Pero ¿cuándo se puso el punto final? De niños nunca nos pusimos a desmenuzar tales minucias. Pero llegados a la edad adulta, no deja de provocarnos prurito y de generar escozor esta disparidad de evaluaciones, por lo menos para los festejos.

Bien. Decíamos atrás que a este redactor se le estaba ocurriendo la puntada de generar una buena discusión, tal vez ociosa y bizantina, sobre el hecho de que si no le tiramos bola para el 27 de septiembre, con la calidad de momento épico de polendas, al señor don Guti de Iturbide, que primero fue proclamado emperador y luego terminó fusilado, ¿podría prender la sugerencia de entronizar entonces el acontecimiento de la desaparición de nuestros 43 estudiantes de Ayotzinapa en esa malhadada noche de Iguala, de la que más o menos estamos enterados y conscientes todos los mexicanos?

Aunque nos avergüence, nuestras autoridades y los señores de los tribunales, los militares y todos los que tienen que ver con la papelería pública, la verdad es que ya no hallan ni qué hacer con este evento. Lo único que ya no se les va a hacer es borrarlo de nuestra conciencia colectiva, como sí pudieron ir difuminando a don Guti el emperador y a su pandilla, que eran los señores clérigos y los peninsulares derrotados en el campo de batalla, sus protegidos mineros y los encomenderos y latifundistas de por aquellos días.

Pero las aberraciones que cometieron los hombres del poder, desde sus estrados correspondientes, en contra de estos humildes normalistas en aquella noche infame sólo tienen parangón con lo cometido por estas mismas instancias, las de su tiempo, con nuestros muchachos estudiantes en aquella noche de Tlatelolco en aquel memorioso evento del día dos de octubre del año de 1968. La consigna popular reza y está bien marcada en la piel de nuestra gente cuando exige que el dos de octubre no se olvida. Pues ahora habrá que empezar a levantar la voz de la misma manera, para exigir que nunca más se olviden las trapacerías y las arbitrariedades de los hombres del poder, cometidas en la humanidad de nuestros humildes estudiantes de Ayotzinapa, candidatos a convertirse en maestros de las escuelas de nuestra gente más pobre, la de nuestras comunidades indígenas marginadas.

Si esta generosidad no tiene visos de sacrificio de fondo para conseguir la independencia de nuestros hermanos mexicanos, los más humildes, los marginados, no sé cuál entrega lo tendría. De ahí que me cosquilleara la ocurrencia de solicitar que nuestra conciencia asiente en el calendario de nuestras identidades patrias a los héroes de Ayotzinapa para el día del 27, ya que no ha cuajado en dos siglos la puntada de venerar e incensar a don Guti y su parada militar, conocida como la entrada del ejército trigarante a la capital de la entonces todavía Nueva España.

Pero con lo de Ayotzinapa lo que hay hasta este momento son borradores, papeleos, bretes y jaloneos, mentiras y requiebros, intereses tapados y por tapar, para que ninguno de los mexicanos tengamos claridad de lo ocurrido y que la gesta se termine hundiendo en las sombras del olvido. Primero se sacaron de la manga una verdad histórica, sin pies ni cabeza. Luego encerraron a más de un centenar de indiciados, participantes en la desaparición colectiva de estos muchachos. Después vienen unos jueces y liberan a los detenidos, por aquello de las violaciones al debido proceso. Y ahí la llevamos.

Lo peor de toda esta tragedia es que ya quedó señalada la participación de las fuerzas armadas, de la marina y de otras instancias selectas del poder. ¡Que sí, que no, que cómo chingados no! Y todo apunta a que se revolcarán las heces y terminaremos contemplando el espectáculo de la misma forma difusa y confusa, como la maraña con la que topamos cuando buscamos a los responsables del 2 de octubre: ¿Díaz Ordaz, Echeverría, García Barragán, Oropeza…? Buscando al responsable central del crimen colectivo de Ayotzinapa, a quién vamos a señalar: ¿Peña Nieto, Videgaray, Murillo Karam, Cienfuegos…? No aprendemos. En tanto, el altar de la patria sigue más que deslucido para el cierre de nuestra gesta central. Ni modo.

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