¿Toda la culpa es de Alfaro?

Enrique alfaro-partidero-partidiario

Por su pertinaz bravuconería, o adicción a externar, a acusar, lo que primero que se le ocurre sin pensarlo, o sea, declarar o responder a botepronto –y actuar en consecuencia– sin medir reacciones, quizás por su afán protagónico de marcar diferencia, es que Enrique Alfaro Ramírez se ha metido en un berenjenal, o dicho más claro: en un callejón sin salida, víctima de su propia soberbia.

Así las cosas, prácticamente no queda margen para defender al gobernador, por lo que, a cálculo de buen cubero, él es culpable de todo lo que ha venido ocurriendo en la última semana en Jalisco, al menos del 90 por ciento. alfaro

El restante 10 por ciento se lo reparten –a partes iguales– los agresores que sólo van a eso, y la policía, uniformada e investigadora, que deben meter orden y procurar justicia y no cumplen con su deber.

Los primeros, los infiltrados agresores o anarquistas, sólo van a eso. Su único propósito es provocar, agredir, destruir y meter desorden para echar a perder marchas y manifestaciones de quienes demandan en orden y con toda razón justicia, como es el caso de Giovanni López, asesinado cuando estaba en manos de la policía municipal de Ixtlahuacán de los Membrillos.

Pero los revoltosos, de quienes no se sabe bien a bien si obran por algún instinto salvaje o si es que atrás de ellos existe alguna causa mínima siquiera, o si se alquilan para servir a alguien, pues ¿cómo es que se desplazan, generalmente encapuchados y vestidos de negro, cientos de kilómetros con tan aviesos propósitos?

Desde que hace cerca de medio siglo –aquel 10 de junio de 1971, Jueves de Corpus– el presidente Luis Echeverría empleó a sus halcones para disolver una marcha estudiantil y hubo muertos y heridos, era para destruir a uno de sus enemigos políticos. Tales tipejos eran en realidad infiltrados –unos como simples “orejas” y, los más, violentos, armados con palos para cumplir con su encomienda. Desde entonces ha sido una táctica más o menos común que han seguido distintos gobiernos, en mayor o menor medida, para cuidar sus intereses. Hoy, el asunto que nos ocupa podría no ser la excepción y el caso Giovanni podría ser parte de esa regla.

No en balde el propio Alfaro habló de infiltrados, de manera indefinida primero y después que se trataba de gente del narco, cuando vio que se había ido de boca –craso error—contra el mismo Andrés Manuel López Obrador,  al declarar que venía de los sótanos del Palacio Nacional y exigió al presidente poner orden entre su gente, y la acusó de la agresión al Palacio de Gobierno, la consecuente revuelta, la quema de patrullas y de un policía municipal de Guadalajara luego de que un tipo le vació por la espalda una sustancia inflamable y le prendió fuego en un intento claro de presunto homicidio.  

Cuando la manifestación, hasta entonces pacífica y en orden, llegó al Palacio, nunca se vio por ahí a un solo elemento uniformado. De acuerdo con un video que en vivo fue transmitido por una reportera de El Informadordesde que arrancó la marcha, nunca se vio, como se preveía, un cinturón de guardias disuasivos en torno al Palacio para evitar el vandalismo que sucedió. Todo se armó a la carrera, o cada cual, de los pocos policías que había adentro, hizo lo que pudo cuando los atacantes se fueron hacia la puerta lateral de la calle Morelos a tratar de destruirla y derribarla. Y a salvarse el que pudiera. No había ninguna logística de defensa.

¿En dónde estaban los responsables de seguridad y fiscalización –concretamente Macedonio Tamez Guajardo y Gerardo Octavio Solís Gómez— y sus gentes? Ellos deben cargar con, al menos, ese otro 5 por ciento de responsabilidad de lo ahí ocurrido, pues, por lo visto, nunca se proveyeron de la información mínima, y no para agredir, sino para contener y resguardar el patrimonio de todos y la integridad de las personas, toda vez que casi siempre hay infiltrados o gente que le gusta alterar el orden e incendiar mechas como en realidad ocurrió.

Tamez Guajardo y Solís Gómez –este último ya con antecedentes de represión desde 2004 con Francisco Ramírez Acuña, como ya bien lo documentó el pasado domingo Alberto Osorio en Partidero– no han rendido cuentas a la sociedad y, por los resultados y declaraciones del mismo gobernador que se enredó con sus propias declaraciones, no han dicho la verdad de las cosas, por lo que sus puestos deben ser debidamente evaluados para saber si fueron displicentes o si por alguna intención dejaron hacer y no previnieron.

Como el problema viene desde el momento que los familiares de Giovanni destaparon la cloaca la semana pasada, cuando dieron a conocer un video de la detención de la víctima un mes después del hecho, cuando el alcalde Ixtlahuacán, Eduardo Cervantes Aguilar, supuestamente les ofreció 200 mil pesos a cambio de no hacer escándalo, tengo mis dudas de que Alfaro haya estado al tanto, paso por paso, de lo que realmente sucedió porque, en apariencia, ni la misma Fiscalía tenía la versión completa, bien por negligencia o bien por algún inconfesable propósito, y eso fue lo que le vendieron a su jefe, el ejecutivo estatal, y todos han quedado atrapados en la red de acusaciones y supuestos.

Como haya sido, Alfaro es y será, en el ánimo de muchos, el responsable, al menos por no poner orden y no exigir la verdad a sus subalternos ante cualquier situación, y, en su caso, ajustar el gabinete de una vez por todas, empezando por los involucrados arriba mencionados y sopesando –con las salvedades citadas al principio, dada su propensión verborraica, de culpar al mismo AMLO de cuanto sucede. Pero éste le aplicó, sin quererlo, un rodillazo parecido al que le hicieron a George Floyd.

No contento con estos desaciertos, en un acto desesperado por recobrar lo perdido, Alfaro se arroga la facultad de dejar libres de cargos a los seis detenidos in fraganti el sábado 6 al prender fuego al ingreso del Palacio.  

No cabe duda que siempre pagan justos por pecadores: entre viernes y sábado pasado, elementos intimidatorios de la Fiscalía fueron casa por casa en busca de los más de 60 jóvenes, quienes habiendo sido detenidos y amenazados sin culpa por la misma dependencia y abandonados en la periferia, se sintieron amenazados porque les decían que habían recibido “órdenes directas del gobernador”.