Tradición de entrometidos

Tradición de entrometidos

Juan M. Negrete

Con el deprimente espectáculo que escenificó el todavía embajador gringo en nuestro país, al meterse donde no le llaman, exhibió una constante de la política gabacha no sólo con nosotros sino con casi todos los países del mundo. Claro que hay lugares donde no los dejan hacer lo que les da la gana, sino que los paran en seco. Pero son contados estos espacios vitales. Hablemos de China, de Rusia, de Irán y casi hay que pararle a la lista. Pero con todos los demás estados del orbe, la conducta persistente de intromisión de los gringos y sus embajadores es más que moneda corriente.

No habrá entonces que admirarse mucho con los desplantes del señor Ken Salazar, al que le vendría bien el apodo de “la chilindrina”, porque como dice una cosa dice la otra. Pero esto último es mera debilidad de su personalidad, que nos termina sirviendo de chacota. Lo grave de lo que se encierra en su conducta manifiesta es ese rol de perdonavidas e imposición, tufo que mantienen todos estos señores legados gringos en las embajadas de todo el mundo y que no presentan visos de ser corregidos.

Aquí, en nuestro México lindo y querido, se les ha sufrido y padecido casi, casi desde que se les ocurrió a nuestros abuelos independizarse de España y que lo consiguieron, con dolores de más, pues fue una larga guerrilla de once años, sin tregua ni cuartel. Pero lograron cortar esos hilos de subordinación que mantenía nuestro cuerpo social, al que le habían dado el pomposo apodo de Nueva España. Tal vez para que nuestros ancestros se sintieran orgullosos de portar tal distintivo. Pero no les valió a los peninsulares, porque los abuelos los mandaron a freír espárragos y fue todo.

Pero mal salieron los gachupines de los controles de nuestro nuevo país, cuando se apersonó un tal Poinsett, al que nos mandaron de embajador los yankis, quienes ya tenían como medio siglo fungiendo como estado. Ya no eran pues una nación tan nuevecita, como el nuestro que apenas se estaba estrenando. Así empezó con nosotros su carrera de entrometidos de tales embajadores, quienes, como ya quedó dicho, se metieron hasta la cocina en nuestras cosas. Así nos ha ido, por tal causa.

Es muy larga la lista de agravios que nos han infligido. Primero consiguieron que toda la América Central se nos independizara o desprendiera. Luego convirtieron todo el estrecho en un rompecabezas de paisitos aislados, a los que les ha ido mucho peor que a nosotros. Pero ésta viene a ser otra historia. Después de que despedazaron nuestro viejo sureste, intrigaron con los migrantes que poblaban nuestros territorios norteños, hasta que consiguieron separar a Texas de nuestra administración. Luego le siguieron hasta el mar y se anexaron más de la mitad del territorio que entonces era nuestro.

Desde Texas hasta California y todo Centroamérica. Se dice rápido. Pero de los cinco millones de kilómetros, con que se componía nuestro territorio, nos redujeron a dos millones. Y no se han hartado. A leguas se nota que quieren más. En los tiempos de Juárez hicieron que, aprovechando las turbulencias de nuestra inacabable guerra civil, se autorizara a don Melchor Ocampo a signar un tratado con un tal güero Mac Lane, en los que se les concedían tres vías de tránsito bajo su control perpetuo. Una se trazó desde El Paso hasta Mazatlán. Otra, desde El Paso hasta Veracruz. La tercera controlaría el istmo de Tehuantepec, desde el golfo hasta el pacífico.

Para fortuna nuestra, fue su propio presidente Lincoln al que le pareció que se estaban pasando de la raya y desinfló tal tratado. De no haber habido tal corrección, fuéramos un paisito más latinoamericano de la extensión de un millón de kilómetros cuadrados a lo sumo. Para allá iba nuestra mala fortuna con los gabachos. Y los encargados de estos agandalles siempre fueron sus embajadores. Por eso decimos que no tendríamos por qué estarnos admirando de las sandeces de la actual chilindrina.

La peor de las tragedias que, por andar sus embajadores de entrometidos hemos tenido que soportar, vino a ser el golpe de estado que dio Victoriano Huerta al poder constituido a cargo de don Francisco I. Madero. Este prócer, que había levantado en armas al país para sacudirnos la dictadura de Porfirio Díaz, no les resultó del agrado a los güeros. Decidieron derribarlo del poder y no les costó mucho salirse con la suya. Como siempre hay mexicanos dispuestos a cumplirles hasta el último antojo, hasta la vida le terminó costando a nuestro presidente Madero y a su vice Pino Suárez. Se sabe bien que toda la intriga se maquinó abiertamente en la embajada gringa.

Después nos invadieron por Veracruz. Luego se apoderaron de nuestra riqueza petrolera, hasta que los expulsó el Tata Lázaro Cárdenas. Nos obligaron a entrarle a la segunda guerra mundial, declarándole la guerra a la Alemania nazi, tras hacer volar a unos buques petroleros y culpar a los alemanes del atentado. Luego se anexaron los renglones más importantes de nuestra economía con su TLC y mejor ya le paramos, pues esta lista se nos está volviendo interminable.

Pero siempre resalta la figura de su diplomático central, que se supone que es un embajador, un plenipotenciario que ha de guardar las formas y cuidar al menos las apariencias. No lo hacen. Son desvergonzados tales tipos. Igual se meten en un barrido que en un regado. Y se quedan sonriendo, como si no les hubieran cogido in fraganti. En fin. Ya aprenderán. O tal vez nunca lo hagan.