Guadalajara, Jalisco, a más de 3 mil 300 kilómetros de Minneapolis, Estados Unidos. furia
Sobre la explanada del parque Revolución, o el Rojo, como es conocido por la inmensa mayoría de los tapatíos, un grupo de personas, jóvenes casi todas, comienza a congregarse en torno a la estación Juárez del Tren Ligero. Llevan los rostros tapados a medias. Son tiempos de epidemia y el uso de cubrebocas debe de imperar.
En Guadalajara, si no te mata el nuevo coronavirus lo hará la policía.
Con el sol cayendo a plomo, los rostros impacientes de 100, 200, 300, 400 personas van del piso a la pantalla del celular. Esperan que el cronómetro digital marque las 17:00 horas, la hora pactada para exigir justicia, para propagar el clamor popular: basta de abuso policial.
A 3 mil 300 kilómetros de las ciudades gemelas de la Unión Americana, donde se come torta ahogada, el mariachi canta y gobierna Enrique Alfaro, no es el asesinato de George Floyd el que concita. Las razones son propias y tuvieron lugar el 4 de mayo de 2020. Ese día, policías municipales de Ixtlahuacán de los Membrillos ─municipio cercano a la zona metropolitana de Guadalajara─ detuvieron a Giovanni López, un albañil de 30 años. Golpe tras golpe le arrebataron la vida.
Un mes después, enfurecida por el silencio gubernamental, la muchedumbre aguarda. furia
Suena entre el barullo una alarma de celular.
“Ya es hora, hay que darle”, dice uno de los presentes.
Alguien se ha encargado de confeccionar carteles y los reparte.
“Giovanni López y George Floyd y Breonna Taylor y Adama Traoré y Joao Pedro y mi barrio y tu barrio. Exigimos justica”, se lee en los impresos. El denominador común entre los nombres es uno sólo: la policía les arrebató la existencia.
Con rostros sudados, pero firmes, tersos por la rabia, las 400 personas comienzan a levantar sus pancartas. Ya no son simples ciudadanos reunidos en el espacio público, ahora son manifestantes que exigen justicia para Giovanni, para Floyd, para Taylor…, para todos. furia
─ ¡Giovanni no murió, el gobierno lo mató─. Rompe el silencio una ronca voz de mujer. furia
─ ¡Giovanni no murió, el gobierno lo mató! ─. Replican al unísono más de tres centenares de voces.
Impávidos, cuatro policías observan la caravana que comienza a avanzar con paso decidido sobre avenida Juárez y su nutrido arroyo vehicular, en dirección a la calzada Independencia; intentan no ver a nadie directamente a los ojos. El destino es claro: Palacio de Gobierno.
Los semáforos parecen acompañar la protesta y tienden una seguidilla de luces verdes, nadie se detiene. Serpenteando entre automóviles, avanza el contingente, pasa avenida 8 de Julio, Donato Guerra, Galeana, 16 de septiembre…
A los costados de Juárez, comerciantes; sobre la vía los vehículos detienen su marcha. Los conductores parecen detener la respiración.
Avenida Ramón Corona. Ahí concluye el recorrido, pero las demandas están por comenzar.
***
─ ¡Justicia para Giovanni!─, gritan varios.
De frente a la fachada de Palacio de Gobierno, ocupado por el emecista Enrique Alfaro, el contingente ─que ha sumado adeptos en su marcha─ se detiene, hermético, nadie mueve un dedo durante segundos que parecen horas.
Agazapados, un grupo de policías asoma las narices por la puerta principal del recinto que alberga en su interior murales de José Clemente Orozco.
Un joven delgado, de sombrero y cubrebocas oscuro, arranca de tajo la pasividad de los cientos que se han quedado como petrificados. Con paso decidido avanza hacia un costado del inmueble. De entre sus vestiduras desenfunda un aerosol negro y con pulso firme escribe: “putos puercos”.
Como si fuera una señal, comienza el aquelarre.
Una lluvia de piedras y objetos diversos cae contra la fachada de Palacio. Rápidamente la otrora limpia cantera se llena de grafitis con consignas contra policías y gobierno.
“Puto gobierno”, “fuck the pólice”, “Estado asesino”, “Puta Policía”. Las pintas se cuentan por decenas.
Enardecidos, un grupo de manifestantes rompe el tímido cerco policial y sustrae dos banderas: la de México y la del estado de Jalisco.
Ondean en lo alto, les prenden fuego.
─Si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”─, vocea un hombre mayor.
Otros más, con habilidad de malabaristas trepan hábilmente por los ventanales del lugar. Con piernas y brazos, apoyándose con bates y hasta un palo de hockey quiebran vidrieras. Atónitos, quienes pasan por las calles aledañas se detienen a mirar por momentos. El emblema gubernamental de la ciudad lleva ahora la indignación por la muerte de Giovanni.
En pocos minutos, el casi siempre impoluto Palacio de Gobierno parece un guiñapo.
***
Pero la indignación, la rabia y el coraje no se van fácilmente. Al frente principal de la sede donde Alfaro dirige los hilos de la entidad no queda mucho por hacerle.
Una falsa alarma de policías antimotines provoca el corredero de la multitud. Nada, vuelven a la carga. Encuentran su siguiente objetivo en la pared lateral del inmueble. Al cruce de las calles Maestranza y Morelos se atestigua quizás el episodio más violento del reproche del pueblo contra el gobierno.
Dos patrullas de la Policía Estatal estacionadas son presa fácil para una turba enardecida, ávida de justicia. Los ocupantes de las camionetas corren y se resguardan entre los muros del Palacio.
Adentro, el griterío; afuera, el sonido de cristales rompiéndose y láminas rasgándose.
“En la nueva normalidad queremos justicia”, dice un sujeto que arremete en varias ocasiones contra uno de los automotores.
Una explosión hace que los manifestantes se replieguen. Un hilo de humo que más pronto que tarde se convierte en columna sale del interior de una de las patrullas, pertenecientes a la Policía del Estado. La otra, con el número CP-031, comparte rápidamente la misma suerte.
Las llamaradas devoran con avidez ambos vehículos, que en menos de una hora lucen calcinados. En las portezuelas, no obstante, perduran leyendas como “Policía homicida”, “basta ya” y la placa de alguien que se identifica como “Cheko”.
Con mirada atónita, un grupo de policías jaliscienses observa la escena, trepado sobre la cornisa del histórico edificio.
El ánimo de revancha entre los asistentes a la manifestación parece apagarse junto con el fuego.
Un par de bomberos forma un cordón de seguridad y pide a la población mantenerse retirada.
***
Pero la gresca apenas comienza. Como una manada de lobos hambrientos, saliendo de quién sabe dónde, alrededor de 20 policías estatales irrumpe en la escena. La capacitación ─si es que alguna vez la han tenido─ la dejan fuera. Reparten patadas a diestra y siniestra, agreden al que esté frente a ellos.
Corriendo, gritando, los elementos de seguridad recuerdan cualquier combate medieval que se haya visto en películas. Sin portar equipo adecuado, armándose con piedras y palos, logran amedrentar a un grupo de manifestantes rijosos.
Las formas ya no importan. La orden es clara: recuperar el primer cuadro de la ciudad.
Con más arrojo que entrenamiento, logran recuperar espacio hacia la avenida 16 de septiembre. El embate del contingente, ya disperso, es rechazado con gas lacrimógeno.
Con la picazón en la garganta y los ojos irritados, entre las calles comienzan a perderse algunos, mientras otros dan cuenta de que el reclamo quizás no sirvió: más brutalidad policiaca para someter la inconformidad ciudadana.
En el piso, cinco uniformados patean a un hombre. Otros más la emprenden contra un sujeto que, paralizado, se refugió en una esquina.
Al tiempo que esto sucede, al filo de las 19:00 horas, un policía del grupo Gamas arde en llamas casi en la esquina de avenida Juárez y 16 de septiembre. La escena es confusa. Alguien, después se sabría, le prendió fuego por la espalda, arrojándole un líquido flamable y acercando la llamarada de un encendedor.
Un día de furia en la ciudad, de hartazgo genuino, aunque más tarde un gobernante rehuya a su responsabilidad y disperse culpas.