¿Y el Estado de Derecho?

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Ari García Padilla

 

Mucho se ha relatado, opinado, debatido y hablado sobre lo sucedido el pasado 17 de octubre en la ciudad de Culiacán, en Sinaloa. El tema: “lo bien hecho y lo mal hecho”. Las preguntas: ¿y tú qué hubieras hecho en esa situación?, ¿estuvo bien la respuesta y acciones por parte del gobierno?. Pero la incógnita que debe resaltar ante todo es: ¿y el Estado de Derecho dónde quedó?

Ya sabemos a ciencia exacta, según relatos oficiales y testimoniales de lo que sucedió, reales o falsos, que la situación emerge en un hecho que desprende un mundo de incógnitas y supuestos, la liberación de un presunto delincuente, hijo de un capo reconocido a nivel mundial que hoy se encuentra preso en las celdas norteamericanas.

Operativo, rutina, orden de aprehensión, casualidad, mala organización, lo que haya sido, sucedió y todo México volteó a ver lo que aconteció en el estado sinaloense, en las calles de su capital, y no solamente eso, sino que internacionalmente el gobierno mexicano fue el motivo de intercambio de puntos de vista.

Ciertamente la situación se tornó bastante compleja: balaceras, pánico, explosiones, cierres viales, civiles refugiados en los espacios en donde pudieran protegerse, videos y fotografías en redes sociales de lo que estaba sucediendo y un mundo de opiniones que atacaban la ausencia de decisión del gobierno mexicano.

La determinación de liberar a un presunto delincuente es lo que ha propiciado la lluvia de opiniones y dudas del actuar del gobierno mexicano. Evitar una masacre por las amenazas que el crimen organizado lanzó en contra de las familias de los castrenses que estaban llevando a cabo el operativo y de quienes formaron parte del despliegue de las fuerzas armadas en Culiacán, evitar que se ocasionara una guerra sin cuartel en las calles sinaloenses por la detención y traslado de un detenido, y echar por delante el lado humano de la protección garante de la vida es lo que por un lado se tornó como reacción por parte del Estado.

Pero, por otro lado, está el dato duro ─el aspecto rígido de criticar y enjuiciar, que quizás es fácil de acusar─, en el que se aterrizó la decisión de liberar a un detenido y dejar de espaldas el estado de derecho, este aspecto sensible y tendiente a debilitar la credibilidad de un gobierno que está padeciendo la herencia y el incremento de una inseguridad y de índices delictivos nunca antes acontecidos, de manera tan cruda y presencial como en ningún tiempo atrás se había vivido.

La tecnología ha ayudado a enterarnos de cruda voz la realidad de lo que sucede en nuestros alrededores, y de lo que anteriormente no nos dábamos cuenta o creíamos que era maquina de los noticieros y medios de comunicación que utilizaban datos rojos y amarillistas para vender su contenido. No obstante,  hoy nos percatamos de que no era así, que el incremento de estas cifras es real y preocupante.

Cuando el crimen organizado logra doblegar el estado de derecho, por medio de amenazas, extorsiones, negociaciones debajo de la mesa, intercambios de acuerdos que solo benefician a ellos, es cuando nos debemos preocupar por quién realmente protege a la sociedad y quién ejerce el poder constitucional de salvaguardar todos los derechos en general.

El estado de derecho es un principio de gobernanza en el que todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado, están sometidas a leyes que se promulgan públicamente, se hacen cumplir por igual y se aplican con independencia, además de ser compatibles con las normas y los principios internacionales de derechos humanos. Asimismo, exige que se adopten medidas para garantizar el respeto de los principios de primacía de la ley, igualdad ante la ley, separación de poderes, participación en la adopción de decisiones, legalidad, no arbitrariedad, y transparencia procesal y legal, según el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas.

La situación en que se encontró el gobierno mexicano es bastante criticable. Para bien y para mal se tomó la decisión de proteger y salvaguardar la integridad de muchos ciudadanos, pero a su vez se olvidaron los mandatos que la ley encarga, principalmente a quienes están obligados y facultados para ejercerlos como un servicio y función pública.

Difícil situación, que no muchos quisiéramos vivir o haber estado en esa movediza decisión, pero lo que si debemos dejar muy en claro, es que, a pesar de cualquier situación, la ley debe estar por encima de todo, y no alguien por encima de ella.

El riesgo es envalentonar al crimen organizado a sabiendas de que puede movilizar a su personal en cualquier situación similar a la ya vivid,  con la esperanza de ejercer e infundir miedo y doblegar a un gobierno que no ha podido organizar sus piezas y cimientos en la seguridad pública.

Es un episodio más del tema que más preocupa en México: la inseguridad. Las estrategias no han sido las idóneas, las capacidades del estado de reacción no han sido las que realmente deben de ser, quedando en duda si el crimen organizado tiene más fuerza que un aparente estado fallido.

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