Ya no hay opciones sobre el caso Ayotzinapa

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Fotografía: Germán Canseco

Las Uvas de la Ira

Criterios

 

En el caso de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, el entonces procurador Jesús Murillo creyó poder imponerle a una verdad convenenciera el nombre de verdad histórica. No llegó a ser ni siquiera verdad gubernamental ni mucho menos oficial, ya que otras instancias del Estado participantes de la “oficialidad”, sobre todo el Poder Judicial, no acabaron de procesar a los chivos expiatorios y por lo tanto el caso permaneció inconcluso.

Para ser claros, el problema no es el adjetivo: la versión de Murillo –trasmitida por televisión en un montaje de video que cumple todos los protocolos de la farsa política contemporánea– no alcanzó jamás el estatus de verdad. Para la construcción de una versión conveniente para el gobierno, si éste no estuviera implicado en el crimen, hubiese bastado una investigación transparente y cuidadosa con pruebas positivas.

Dichas pruebas también serían necesarias para fabricar una verdad provisional –de consumo para los funcionarios y destinada a los medios oficialistas– al menos hasta que llegara la siguiente administración y procediera a rectificar datos y reinterpretar jurídicamente la labor de la fiscalía hasta donde topara la voluntad política de López Obrador. Por eso se escuchaba tan insólitamente intrascendente el presidente Peña Nieto cuando se remitía al videoclip de Murillo como respuesta a cualquier pregunta sobre Ayotzinapa. La voz del titular del Ejecutivo, sin credibilidad y ya sin peso político, no podía sostener la versión de su procurador cuestionado, maniobrero y luego, según la ortodoxia priista, enfermado para escapar de su propio cochinero.

 

El dispositivo político de la represión

Para intentar seriamente establecer una verdad oficial desde la propia autoridad se necesitaban, como se dijo, pruebas positivas. Pero las dispersaron, ocultaron, pervirtieron y cuando pudieron las borraron. El replanteamiento del caso desde el principio por la nueva administración federal comporta riesgos políticos porque los indicios que soportarían las líneas de investigación están sepultados bajo cientos de errores, pactos de silencio y actos de ocultamiento y tergiversación.

Como el compromiso de resolver el caso es ineludible para el Estado, el gobierno requiere acercarse cuanto sea posible a la verdad requerida ya por toda la sociedad, aun si –como aventuró un articulista cruel– el único fragmento sólido de verdad histórica es que el peñanietismo trabajó intensamente para sepultar el caso. Además, la obtención de resultados consistentes es vital para que el presidente demuestre que es radicalmente distinto a sus antecesores y que deveras va a desmantelar el sistema de complicidades que articula las redes políticas con las redes criminales hasta el punto de volver asuntos como este irresolubles o peligrosos de resolver.

La organización estudiantil jamás fue un riesgo para el Estado y toda autoridad lo sabía; por desgracia, esto fortalecía la confianza en que no tendría mayores consecuencias políticas ni judiciales el ataque a un sujeto social estigmatizado, a partir de sus esporádicas incursiones en la ilegalidad, por las instancias gubernamentales, la prensa y grupos empresariales adversos a su base ideológica y molestos por sus desmanes.

Estas transgresiones, como el secuestro de autobuses y la toma de casetas para presionar por sus compañeros detenidos, me parecen políticamente triviales o al menos de alcance voluntariamente limitado a la causa educativa, pero las policías estatal y federal las contenían con detenciones y balazos. Esa violencia siempre estaba presente, al menos en potencia, en un territorio con nutrida presencia militar y habilitado, con el pretexto de combatir el narcotráfico, para las operaciones clandestinas más sangrientas de nuestra historia, varias de las cuales ocurrieron con Ángel Aguirre como funcionario y gobernador.

Pero fue desde la década de los cuarenta cuando las Normales Rurales dejaron de ser una prioridad presupuestal, recibieron menos recursos y finalmente resintieron la hostilidad de los gobiernos federal y estatales. La contradicción entre su misión fundacional y la falta de medios para realizarla, cada vez más acentuada, convenció a los jóvenes de varias generaciones de que el Estado no sólo se negaba a darles a los hijos de los campesinos facilidades para educarse, sino que en el marco ideológico con que se fundaron, las administraciones federales posteriores a la de Lázaro Cárdenas adoptaron claramente una connotación hostil a su escuela, a sus valores y, para decirlo de una vez, a su clase social.

Esa convicción fue más clara en cuanto se profundizó la desigualdad social con el modelo de desarrollo urbano e industrial primero, y después orientado hacia los supuestos “equilibrios” macroeconómicos que favorecieran el mercado internacional y privilegiaran al sector financiero. Siempre paradójico, este modelo que dice buscar equilibrios consiguió tan sólo que la pobreza urbana parezca medianía junto a la brutal miseria del campo.

Señalados líderes formados en normales rurales, conscientes de este esquema que los estaba eliminando del mosaico nacional, decidieron luchar por un cambio radical mediante la guerrilla. El gobierno desplegó toda una estrategia de guerra sucia para extirpar los brotes de rebeldía y desde entonces intentó, estirando mucho su propia legalidad, ahogar y estigmatizar a los campesinos de la sierra y a sus únicas fuentes de educación y conciencia de clase.

La estigmatización, aparte de dividir la reacción social a los ataques contra los estudiantes y las organizaciones rebeldes, sirve de disparador para la represión. Y aunque los estudiantes normalistas nunca se han planteado la toma del poder, ni siquiera en el nivel municipal, lo que los descarta como amenazas para la seguridad del Estado, su disidencia los mantiene como blanco potencial de cualquier actor del sistema de redes criminales y políticas que crea conveniente “calentar” la plaza o meter ruido político aun a sabiendas de que esos fuegos no son de los que pueden controlarse.

 

Por una verdad verdadera

En una etapa en que el presidente, por distinto y reformador que sea, todavía no acaba de formar un equipo depurado en la acción política y con demasiadas incrustaciones oportunistas o pragmáticas del pasado, los riesgos para la conclusión de la tarea de investigación siguen siendo los mismos que sepultaron las indagaciones en el sexenio anterior, pero se les suman los de origen interno.

Éstos son aquellos técnicos en posiciones superiores que colaboran con el actual gobierno con la convicción de que es mejor combatirlo desde adentro o confían en que la realidad internacional reencauzará al país sin que ellos dejen en ningún momento su papel de privilegio. También los corruptibles de siempre, los radicales con agendas personales que busquen a toda costa implicar a quienes los agraviaron desde el poder prianista, los conversos que buscan congraciarse…

Cabe recalcar que, como dijeron los priistas, Morena ganó unas elecciones, no una revolución. El PRI tampoco ganó una revolución, se formó para usufructuarla y lo hizo en una medida espeluznante durante un periodo que por poco nos cuesta la nación, regulado a su manera: la pregonada estabilidad fue una cadena de crisis políticas y económicas que nos trajeron a esta circunstancia de profunda desigualdad y exacerbada delincuencia, ambas expresadas en la violencia desenfrenada e impune.

Al no ser una organización revolucionaria, el programa de Morena encabezado por López Obrador debe llevar su reformismo hasta las últimas consecuencias, que no son extremas. Aun así, el monto de los intereses afectados para racionalizar el sistema está generando fuerte resistencia. Recientemente un comentarista político que en sus tiempos libres asesora empresas petroleras calificó de bolchevique la medida de equiparar con delincuencia organizada la elaboración de facturas falsas para defraudar al fisco y advirtió que se estaba configurando un “maximato”. Del otro lado cientos de miles de voces piden detener y enjuiciar, o de plano encarcelar sin trámite, a los expresidentes, a los empresarios que los sostuvieron y a quienes desde su más personal interés buscan revertir los principales proyectos (basados en reformas) de López Obrador.

Desde mi punto de vista, el gobierno federal no tiene opción. Tiene que investigar de forma implacable y transparente, primero el paradero de los estudiantes y en segundo término a las autoridades que se esforzaron en arruinar la investigación. En esa línea sólo la ineficacia puede ser contraproducente. Si resultan implicados los adversarios o también militantes del partido en el poder, líderes del movimiento, los cercanos, los aliados o simpatizantes, la ganancia será la credibilidad, tan necesaria para un liderazgo nacional que se enfrenta a los poderes fácticos radicalizados.