Temporada de lluvias, tras temporada, la zona metropolitana de Guadalajara sufre inundaciones cada vez peores por doquier. Y no es que llueva más que antes, no, es que la mancha urbana crece desordenadamente, se queda sin áreas verdes, se impermeabiliza la superficie con tantas construcciones, la infiltración al subsuelo es casi nula y el agua no encuentra sus cauces.
Y mientras en tiempo de lluvias nos inundamos y casi nos ahogamos, la zona metropolitana de Guadalajara requiere traer de lejos, y cada día de más lejos y a costos estratosféricos, mayores volúmenes de agua para las necesidades generales de la población, los servicios, la industria y el comercio.
Desde hace muchos años ─más de 70, de acuerdo con referencias históricas─ quienes concibieron y llevaron a cabo el desarrollo de la colonia Chapalita, al poniente de Guadalajara, pusieron el ejemplo de lo que debería hacerse en el futuro aquí y en otras capitales, medianas y grandes ciudades: retener el agua en inyectarla a la tierra –tan porosa en todo el Valle de Atemajac debido al jal– e hicieron más que simples bocas de tormenta, pozos de absorción profundos con el ademe discontinuo y, además, crearon áreas verdes, jardines y plantaron árboles de muy distintas especies en todas las áreas públicas y aún privadas.
Con esas recargas, Chapalita es autosuficiente en el abasto de tan preciado líquido que extrae de sus propios pozos profundos. Aparte, no tiene problemas de inundaciones como sí los hay en otras muchas partes del área metropolitana cuando llueve en demasía.
El argumento de algunas autoridades y de opinadores, es que aunque el agua que cae en las calles, se vaya como se vaya por antiguos arroyos superficiales o su subterráneos, de todos modos va a dar al Santiago y que, por ende, no tiene caso captar el agua y que lo que falta es más inteligencia y menos ocurrencias.
Sin embargo, pasan por alto que no sólo llueve en las calles, también en las casas y es en donde primeramente deberíamos captar aunque sea un porcentaje de agua.
Ya alguna vez narré aquí que habiendo nacido y vivido en un rancho ─Los González, desde donde se mira el Llano Grande (Llano en llamas)─ nos acostumbramos recoger el agua de lluvia en cualquier vasija limpia para beber y para los demás usos y así nos ahorrábamos bajar una barranca de 50 metros, recorrer otros 200 metros y regresar cargando cántaros o botes.
Ahora sigo captando manualmente parte de lo que me dejan lloviznas y tormentas. Aparte, recojo la mayor parte del agua que desecha la lavadora y me sirve para lavar cochera, patio y otros menesteres, como el retrete. Esto me ahorra el pago al SIAPA, de hasta un 40% anual.
En una ocasión le planteé al entonces director de la Comisión Estatal del Agua (CEA), Enrique Dau Flores (QEPD) la necesidad de seguir el ejemplo de Chapalita, tanto con fines de recarga como para evitar inundaciones en el área conurbada tapatía, terminó por afirmar que la de la lluvia era agua sucia que además arrastraba aceite.
Se trata del mismo Dau que junto con el gobernador Francisco Ramíres Acuña, había arrancado el proyecto de construcción de la presa de Arcediano para abastecer de agua “potable” a la ciudad desde uno de los puntos más contaminados del país.
Como se ve, no se requiere de grandes obras o enormes presas para tener suficiente abasto, sino de imaginación o simple lógica, pues ¿cómo es que en ciudades situadas en lugares semidesérticos sobreviven con escasa agua?
En ciudades norteamericanas, concretamente en el estado de Texas –El Paso, por ejemplo–, hay al por mayor bordos, que por acá en el campo se conocen como jagüeyes, que por un tiempo sirven para dar de beber al ganado y además ocasionan humedad alrededor. En aquella ciudad, y en otras texanas, a cada paso se encuentra uno con ese sistema que, al mismo tiempo sirven para evitar la erosión, enriquecen los mantos freáticos y no andan quejándose por falta de agua.
En Guadalajara se ha hablado mucho de hacer bordos, levantar aluviones y hacer represas y hasta de construir grandes tanques para captar, al menos, parte de tanta agua de lluvia que, inmisericorde, se va, a las alcantarillas.
Otros proponen hacer un drenaje profundo que, sin duda, dejaría muchos dividendos a los constructores y, de paso, tal vez, a alguna que otra autoridad. Eso sí, podría resecar más aún las gastadas reservas de agua de nuestro subsuelo que tan generoso y rico en mantos ha sido durante siglos y siglos.
En tanto, todo mundo se hace cruces porque no nos falte el agua, que no haya tandeos y que, algún día, se resuelva el problema de la presa de El Zapotillo que sexenio tras sexenio no ha tenido una solución definitiva que salve a Temacapulín, Acasico y Palmarejo, pero que también surta de agua, mínimamente a poblaciones y ciudades alteñas.
Bueno, por ocurrencias y tal vez muy poca inteligencia, no paramos.
El gran negocio del agua
De paso, vale la pena recordar que las grandes corporaciones internacionales como Bonafont, de la suiza Nestlé; E-pura y Ciel de las estadounidenses Pepsi y Cocacola, respectivamente, se han apropiado –por lo pronto– aquí y en todo el territorio nacional, de los mayores volúmenes de agua purificada. En sí, estas embotelladoras son y han sido las mayores consumidoras de agua que comercializan a precios estratosféricos. Esto, sin contar a las dos grandes empresas cerveceras, antaño mexicanas y hoy en manos de extranjeros.
En tanto, desde hace años hay el temor de que tarde o temprano éstas, u otras transnacionales, pudieran apoderarse también de la mayor parte de las fuentes de agua de que dispone el país.
Entonces sí, ¡aguas, con el agua!
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