Las prisioneras del Maximato / III

Gabriel Michel Padilla

 

 

Tercera parte:

 

Aún no se nos bajaba la tristeza de haber sido declaradas prisioneras cuando nos preguntaron que quién era nuestra superiora. Les respondimos que no teníamos.

     -¡Cómo que no tienen! Preguntó el soldado ¿A poco se mandan solas?  Ésa no se las creo.

Entonces la madre María Rosa le dijo para aclararle:

    – La madre superiora, nuestra entrañable Sor Maria de los Remedios Gil, falleció recientemente.

    – Vaya, vaya, también las monjas mueren, ¿De qué murió?

    -De tristeza, de tantos destrozos que causaron los soldados al monasterio. Destruyeron su telar, se robaron las cobijas recién tejidas, destruyeron el telescopio de nuestro observatorio. Murió de pesadumbre por el saqueo, por la destrucción bárbara que hicieron de todo, pero más que nada por el coraje de ver dispersas a sus pobres monjas, sin poder hacer nada por estar en su lecho de agonía.

    – Entonces se murió de coraje, de bilis pues, acotó el soldado.

    -Seguramente así fue señor sargento.

    -Muy bien, dijo el militar, a la superiora le toca el triple de cárcel que a ustedes, pero como dicen que ya murió así está mejor, pero para cualquier asunto general, me dirigiré con usted. ¿Cómo se llama?

  – Mi nombre es María Rosa de Jesús Sacramentado y me apellido Michel Sedano, para servir a usted.

       -Muy bien señorita, dígame usted qué quiere para sus compañeras.

      -Solamente la libertad de cada una de ellas, se la pido porque no han cometido ningún delito, lo único que ha hecho mi monasterio es sembrar el bien en toda esta región, hemos combatido la ignorancia, hemos sembrado la sabiduría, el amor al estudio y hemos vivido nuestra fe, y por ese motivo, nadie puede ser puesto en prisión. La Constitución protege la Libertad de Asociación, y la Libertad de culto, y sólo porque llega al poder un desquiciado, se pone a inventar leyes para perseguir a los que no piensan como él, y ustedes se han convertido en agentes que ejecutan sus terquedades. Por lo tanto si no quieren que la historia vaya a hablar mal de ustedes, déjenos en libertad, para seguir enseñando a leer a tantas niñas que quieren aprender, pues en nuestro monasterio está la única escuela de niñas que hay en todo este bajo.

             -Mire señorita, no sé si usted es monja o leguleya, pues el discurso no está nada mal, pero no se confunda, veo que tiene una lengua muy suelta, pero usted entendió mal, yo no le estoy ofreciendo lo que usted quiera escoger, sino lo que puedo hacer por ustedes en calidad de prisioneras.

         -Bueno sargento, le pediré respeto para todas mis novicias y profesas que me acompañan. Le pido también un trato especial y si es posible la libertad para ese par de pobrecillas monjas ancianas, ellas están dispuestas a sufrir con todas las demás pero yo las veo demasiado cansadas, ya les tocó la persecución carrancista y la villista, y no creo que puedan cargar con otra más.

         -Ya nos vamos entendiendo, señorita. En cuanto a las pobres viejas, le concedo toda la razón, además de viejas, con respeto se lo digo, se ven muy trasijadas, pero lamento decirle que no les puedo decretar la libertad, porque aunque se miran desganadas yo creo que con paciencia todavía podrán cruzar la sierra de Sayula. En cuanto a la integridad física de sus monjas, le juro por la sangre de mis hijas, que ningún soldado intentará siquiera proferir una palabra irreverente y menos tocarlas, y aquel que se atreva, será pasado por las armas. La ley Calles es pareja.