La maestra rural (cuento) / III

La maestra rural

Mel Toro

Tercera de cuatro partes:

Encorajinado con su fracaso, abandonó su actitud zalamera. Se tornó hostil con ella. Le retiró la licencia. Reportó que, basada en el catecismo de Ripalda, impartía clases plenas de contenido religioso. La denuncia la pintaba como a una terrible infractora del mandato constitucional establecido en el artículo tercero. El moninaco del inspector le inventó cuadros de amonestación con testigos falsos. Le abrió un expediente lleno de falsas reincidencias. Logró cancelarle su plaza y su licencia. Hasta el título de maestra rural le fue retirado. Ella se defendió con sus mejores armas, pero no pudo derruir la mala voluntad del inspector. Perdió el pleito. Se retiró de la lisa al final de todas formas con la frente en alto, pues no consintió en los devaneos del inspector. Lo hizo tragarse sus acometidas libidinosas. Tuvo que poner tierra de por medio, pues no se sentía segura, a pesar de que sus amistades la felicitaban por su entereza triunfante.

Su marido, albañil, buen trabajador, la sacó de Michoacán y la trajo a probar fortuna a Jalisco. De no conseguir plaza, ensayarían a realizar su vocación por la libre. Si ni de ese modo conseguía alumnos, le prometió que la haría olvidarse de la profesión. Para eso tenía, le contestó él, brazos fuertes y salud vigorosa y por eso había jurado cuidarla y tenerla a su vera hasta que la naturaleza los consumiera a los dos. La maestra se resignó a su sino y autorizó a su albañil a que buscara residencia, para habitarla juntos. Así fue como vino a parar a la casa abandonada de Tiburcio.

A los sinarquistas del pueblo les cayó la maestra como anillo al dedo. En su lucha activista en contra de un gobierno terco en impartir educación laica, querían demostrar que no ocupaban de esfuerzos espurios. Con afanes y recursos propios, los padres de familia podían sostener escuelas de maestros desinteresados, brotados del oscuro vientre del pueblo, identificados con los intereses de la misma masa, dispuestos a transmitir los mismos valores que el pueblo alienta como trasunto de generaciones. Todo un rollote ideológico que a la maestra no le discordaba. Tendría pues muchachitos para armar escuela. Les hablaría del catecismo. Podría ponerlos a rezar y llevarlos a misa. Tentaría al maligno, poniéndose en el burladero para alcanzar las palmas del martirio.

Fueron exitosas sus clases. Muchos papás del pueblo aplaudían haberse hallado semejante mujer, tan dedicada, tan entendida de cuestiones didácticas. Llegaban los chamacos a la casa con rudimentos de historia patria, con habilidades para sacar cuentas. Y la memoria: ¡La cultivaban repitiendo trozos enteros de poemas en las fiestas cívicas! Su caligrafía, su ortografía competía con la de los niños de las escuelitas de paga y aún con la de las oficiales. El barrio rebotaba de gusto con la adquisición de profesora tan brillante.

Impuso la modalidad vespertina de narrar emocionantes cuentos. Barrían la huerta entre todos y recogían la hojarasca, primero. Luego los dedicaba a sacar agua del pozo y a regar las plantas. Era ajetreo pesado, cubierto por los muchachos. Como ritual, al final le dejaban una tina llena, junto al pozo. Sentadas a la sombra de ciruelos y mandarinos, las niñas cosían primores de manteles. Al final venía el cuento, una maravillosa historia cada tarde, de paisajes encantados, de palacios construidos en parajes escarpados, de gigantes vencidos en lucha desigual por caballeros audaces, de endriagos invulnerables, de magos de caletre flemático y de sabiduría arcana. En sus narraciones aparecía, en lugar central, el ñaco, el diablo, el maligno, el príncipe de las tinieblas. Siempre estaba en el centro del torbellino. Era el inspirador del mal, el cerebro responsable de todo lo torcido, lo vano, lo nebuloso. Siempre perdía también. Lo vencían la luz y la bondad eterna. La miseria de sus terribles cuentos concluía en una apoteosis, en una exaltación de la luz. Esplendía la epifanía de la belleza.

Como aquí con nosotros extrañó la soledad selvática de su retiro montañés michoacano, la suplió con ingenio. Reconstruyó un escenario para el nidal de la montaña que le permitía al viento, al sol radiante y aún a la violenta lluvia, acariciar totalmente su cuerpo y fundirla con el beso de la naturaleza, en perfecta comunión. Puso a su mozo a construirle un baño al aire libre, bien disimulado con los carrizales del corral. La huida de sus tierras michoacanas tuvo que ver con esta costumbre suya tan bucólica y agreste. Era el secreto de la tina llena de agua que colmaban los muchachos por las tardes al retirarse de la escuela.

Aunque para los muchachos, llenar la tina por la tarde y encontrarla vacía por la mañana seguía siendo un misterio. Se la dejaban bien llena. Agarraba muchas cubetas. Así la dejaran rasita, desbordando, siempre la encontraban vacía. Atisbaron por resquicios de puertas y ventanas. Querían descubrir a algún mago, o a algún sultán, que desapareciera el líquido vital. Lo comunicarían a la matrona michoacana, si era que ella no había reparado ya en el embrujo. Pero los encantados fueron ellos, cuando por su espionaje descubrieron a su maestra, desnuda al viento, sus muslos apretados, antes de que la recamaran de plata las ondas líquidas y le refrescaran su piel ardiente. La maestra se bañaba, como en su sierra tarasca, todas las tardes a la caída del día. Buscaba conservar la frescura de la piel toda la noche y aún avanzada la mañana del día siguiente.

(Continuará…)